sábado, 5 de marzo de 2016
7. El hombre que oía hablar a las piedras y hacía yoga desnudo en la playa (por Iñaki Estívaliz)
Una de las cosas más impresionantes de Islandia es el constante protagonismo de las piedras, de las rocas, en su paisaje. La geología mística de la isla nórdica embruja.
Todo el territorio islandés está salpicado de piedras que parece que se dirigen a alguna parte o que permanecen eternas reflexionando sobre asuntos trascendentales.
Hay piedras de todas las dimensiones, algunas solitarias y otras que son como ejércitos subiendo o bajando montañas. Hay agrupaciones de rocas, algunas veces en equilibrio inestable, que pudiera pensarse que hace mil años las puso así un gigante.
Hay piedras cubiertas de musgo verde aceituna o gris azulado. Hay piedras vestidas de hongos circulares y amarillo chillón, naranja mandarina, verde limón, que vistas de cerca recuerdan el cielo una noche de fiestas patronales con fuegos artificiales.
Donde los glaciares retroceden, quedan mantos de rocas descuartizadas, quebradas por la presión del hielo y la temperatura durante siglos, convertidas en pétalos de rosas de piedra.
Las montañas en Islandia están adornadas de rocas como alfileres, como espadas de piedra, como columnas o torres de basalto y granito, y más que accidentes geográficos son catedrales góticas de la naturaleza.
Las playas de Islandia son de arena negra volcánica y sobrecogedoras formaciones rocosas emergen en las costas jaspeando el mar de milenarios templos de piedra.
En la islandesa isla de Heimaey, el volcán Eldfell ha modelado la figura de un colosal elefante de piedra.
Existe un tipo de piedra calcita romboédrica, fácilmente exfoliable y con doble refracción óptica que se llama espato de Islandia. Durante un tiempo se creyó que el espato era la piedra solar que los vikingos utilizaron para navegar por el Atlántico sin brújula y bajo el permanente cielo nublado durante el siglo VIII. Estudios recientes pretenden descartar esta teoría, pero confirman que en la Edad Media el espato de Islandia se utilizaba en los monasterios para averiguar la hora del día, pues permitía observar dónde se encontraba el sol incluso bajo una tormenta de nieve.
Bajo Islandia está una de las mayores calderas magmáticas del planeta que periódicamente, hablando en términos geológicos, expulsa su lava a través de 200 volcanes postglaciales,30 de ellos recientemente, es decir, en los últimos 1100 años. Se podría afirmar entonces que Islandia es una gran fábrica de piedras, de piedras con personalidad propia.
En Hali, un enclave cercado por glaciales y ríos, remoto, aislado y prácticamente inaccesible hasta que en 1974 se construyó la carretera que circunvala todo el país, hay unos picos de roca que parecen «las orejas de un perro que ha perdido un pedazo de la oreja izquierda en un incidente lujurioso», según escribió el autor Thórbergur Thórdarson, quien mejor que nadie conocía el carácter y la mística de las piedras de Islandia y que de otra cumbre rocosa malhumorada decía: «siempre me recordaba a mi padre cuando se lavaba la cara y se acicalaba la barba para ir a pagar impuestos».
Thórdarson nació en la granja Hali, en el condado de Skaftafell Este del sureste islandés, y con 18 años emprendió la peligrosa y larga aventura, entonces, de llegar a la capital, Reikiavik, a escasos 400 kilómetros sin carreteras, plagados de ríos, montañas y lenguas de glaciales.
En 1915, el gobierno islandés lo becó para que trabajara en un diccionario y daba clases en dos prestigiosos colegios, pero le negaron concederle el título universitario que se había ganado con honores porque no había recibido una educación formal de escuela secundaria. En 1924, su vida cambió radicalmente cuando publicó su novela “Carta a Lara”, en la que critica el capitalismo y las religiones institucionalizadas. El libro provocó tal escándalo que perdió sus empleos de profesor, pero lanzó su carrera como escritor, editor y periodista cultural. Viajó frecuentemente por Escandinavia, Europa, China y Rusia buscando argumentos anticapitalistas y ampliando su conocimiento sobre el esperanto, idioma universal que dominaba y en el que escribió varias de sus obras. Además de un férreo compromiso con el socialismo de principios del siglo XX y el esperanto, estaba muy interesado en el espiritualismo y el yoga. Le gustaba escandalizar a sus vecinos de Reikiavik haciendo yoga desnudo en la playa. Sin renunciar a ser un excéntrico confeso, nueve meses antes de morir en 1974 la Universidad de Islandia le otorgó un doctorado honorario.
En “Las piedras hablan”, relatos que Thórdarson escribiría a mediados de la década de 1950, el autor hace un repaso agridulce de su niñez en Hali. Describe la vida de los habitantes de la granja, el trabajo, las costumbres, pero también la naturaleza sin hacer mucha diferencia entre los seres humanos, los entes mitológicos de las leyendas tradicionales, los animales o la vegetación y las piedras.
El traductor al inglés de “Las piedras hablan”, el profesor de la Universidad de Islandia Julian Meldon D´Arcy explica en la introducción de la edición publicada en 2012 que un “animismo innato” motiva la renuencia de Thórdarson a distinguir entre lo animado y los objetos inanimados.
Para Thórdarson, según Meldon D´Arcy, “las piedras en la explanada pavimentada y los cantos rodados en los riscos están vivos” y son “entidades sensibles que pueden ver y oír todo lo que les rodea”.
El traductor de “Las piedras hablan” asegura que el «verdadero regalo mágico» que Thórdarson puede dar a sus lectores es que hace ver que «si estás abierto y receptivo al mundo de todo lo que te rodea, en ciertos momentos intuitivos, en un correcto estado de ánimo perceptivo, sólo con que escuches cuidadosamente lo suficiente, tú,también, puedes oír hablar a las piedras».