- El pescador de bombas
Maldeljoun (Líbano).- Creo que he tocado todas las bases del periodismo, pero no ha sido hasta mis cincuenta años que he llegado a un frente de guerra. Ahora tengo hasta una bomba para ponerla en mi currículum el día que me dé por hacerme uno.
Para llegar a la guerra hacen falta una cantidad incalculable de permisos, que me gusta llamar “salvoconductos” porque me hace sentir más auténtico.
Lo primero que necesitas es una carta del medio para el que trabajas, que si no te conocen en el Líbano tiene que enviar tu jefe directamente en un email.
Una vez comenzado el proceso, un funcionario del Ministerio de Información te llama cada veinte minutos para decirte que le ha llegado la carta, pero que está esperando que se la envíe directamente el jefe.
Perdí la cuenta de las veces que le contesté que mi jefa está en Puerto Rico y que a esta hora debe estar durmiendo. No le dije que mi jefa estaba desconectada de vacaciones en Italia y que a quien estaba esperando que se levantara era la administradora de Claridad, la maravillosa Maribel.
Una vez enviados la carta del medio y copias de pasaporte (sin sello de Israel), visado y carnet de prensa, hay que ir al Ministerio de Información para que te entreguen el primero de los salvoconductos.
Allí fui testigo de cómo rechazan el permiso a un equipo de la BBC.
“¿Pero qué se cree esta gente, que por ser de la BBC creen que están por encima del todo, que hay que darles todo por ser de la BBC?”, gruñó el funcionario.
Cuando se fueron los seis periodistas británicos y “fixers” libaneses frustrados por no disponer de una eficiente Maribel, el funcionario me regañó por llegar tarde.
Me había perdido en el laberíntico edificio de pasillos oscuros donde no funcionaban tampoco los elevadores.
Tras un rato verificando mis papeles en su oficina, salió con cara de extrañado y me preguntó si Puerto Rico es una isla, un estado o ¿qué?
Le conteste que, “sadly (tristemente)”, Puerto Rico es una colonia de los Estados Unidos.
El funcionario se dio la vuelta, corrió a estampar los sellos oportunos en mi salvoconducto y me entregó el documento con una gran sonrisa. A mí se me calló una lágrima. Los que me conocen saben que soy un periodista muy llorón.
Después de pagar cincuenta dólares y un intercambio de llamadas y mensajes obtuve el salvoconducto del Ejército libanés.
Cada paso que voy dando tengo que ir informando por Whatsapp al enlace de Hezbolá y siempre hay que llamar a algún otro sitio para reconfirmar.
Por fin puedo viajar al sur, a la frontera con Israel. Una vez en el sur, hay que pasar por una base del Ejército, en Saida, donde hay que pedir otro salvoconducto de Inteligencia.
Ha sido el único mal rato que he pasado en mis dos semanas en el Líbano.
El agente de Inteligencia que debía darme otro código para llegar a la frontera tenía un mal día.
Intenté presentarme como siempre, con mucha humildad, en el idioma de Shakespeare.
En una oficina tipo Midnight Express, en Saida, el barbudo libanés de Inteligencia empezó a gritarme en un perfecto inglés: “yo no hablo inglés, yo no hablo francés, en este país se habla árabe, ¿por qué vienes aquí si no sabes hablar árabe?”.
Tierra, trágame, pensé.
“You are absolutely right, sir, I’m ashamed (tiene usted toda la razón, señor, me avergüenzo)”, le contesté mirándole a los ojos mientras le extendía mis papeles.
Tras un largo interrogatorio con una intérprete a través del teléfono, tuve que salir de la base para hacer una fotocopia y conseguir un número de teléfono de contacto libanés.
Me esperaban Helena, la niña de La Vanguardia en El Cairo, y Marcos, un tipo que ha estado en más de cincuenta guerras pero al que le puedes sentir en los ojos cómo todavía se le parte el corazón cuando ve a alguien sufriendo.
Tras otras vicisitudes que no merece la pena contar, tomamos rumbo a la frontera del Líbano con Israel.
Pasamos dos horas en un retén porque a mí todavía no me habían dado el ok, a pesar de tener todos los salvoconductos.
La niña de La Vanguardia se pasó las dos horas hablando en árabe y en inglés peleándose con funcionarios de medio Líbano para que me dejaran pasar a mí.
En la frontera nos esperaban los “fixers” de la niña de La Vanguardia, que tiene veintitantos años y sabe mucho más que yo de todo y a cada poco nos llama boomers a Marcos y a mí.
Los oficiales en el retén y los funcionarios a los que llamaba Helena repetían: en un minuto te soluciono esto. Así llevábamos dos horas.
La “fixer” de la niña de La Vanguardia, Nuhad, llamaba preocupada a Helena. En un momento dado, la arregladora llamó por su cuenta a alguien a Beirut y en dos minutos, esta vez de verdad, nos dejaron pasar.
Llegamos a Maldeljoun, a la casa de Nuhad y su esposo, Lotfallah Daher, un señor que lleva cuarenta años documentando los ataques de Israel en la frontera del Líbano desde la azotea de su casa.
La azotea está cubierta de paneles solares para no quedarse sin conexión, hay una caseta con todo lo necesario para seguir las noticias y transmitir y por las tardes reciben a sus amigos para pasar el rato y ver bombas caer.
Como si fuera lo más normal del mundo y entre risas, Nuhad y Lotfallah, cuéntan cómo el pasado domingo ocurrió el intercambio de fuego más intenso desde 2006.
“En dos horas cayeron más bombas que en todo un mes. Como tres explosiones cada segundo. Empezó a las cinco, poco antes del amanecer. Nuestros nietos, que viven abajo, con los ojos cerrados por el sueño preguntaban por qué había tanta luz”, explica Nuhad.
Maldeljoun es un pueblo a un kilómetro de la frontera en el que vivían unas ocho mil personas. Ahora quedan unas mil.
En el pueblo hay una base española de Naciones Unidas, por eso hay un Bar Pablo y Lotfallah se pone una gorra con la bandera española para hablar con nosotros.
“Los españoles nos protegen. No hacen nada, pero nos protegen”, se ríe Lotfallah, que de cualquier drama hace un chiste.
Explica que en la guerra de 2006 murieron cinco soldados españoles en una explosión. Nos señala el punto exacto.
Desde entonces, los soldados españoles no pueden salir de la base si no es en un convoy, por lo que el pueblo ha perdido muchos ingresos.
Desde la azotea de Nuhad y Lotfallah se puede ver parte de los diez kilómetros de muro israelí en la zona.
La frontera de Líbano con Israel se extiende 145 kilómetros de muro o alambre electrificado.
El territorio donde viven Nuhad y Lotfallah estuvo invadido 10 años por Palestina, luego 25 años por Israel y ahora por Irán, dice el fotoperiodista nativo refiriéndose al control de Hezbolá.
“No hay gobierno libanés aquí”, dice Lotfallah, quien cree que se producirá pronto un acuerdo entre Israel y Hezbolá. “Este es el principio del fin”, espera.
El fotógrafo de bombas no está contento con el control de Hezbolá. Asegura que “desde que llegó Hezbolá se acabó la economía y nuestra felicidad” y que cada vez que pasa algo malo y no se sabe quién fue, “fue Hezbolá”.
Asegura que desde el 7 de octubre, Hezbolá “controla todo en el Líbano, incluso el gobierno”.
Lotfrallah estaba presumiendo de diferenciar cualquier sonido para identificar bombas.
“Te puedo asegurar si lo que hemos escuchado es un camión dando un golpetazo o si ha sido un Jeep rojo o azul”, bromeaba entre risas.
Tenía mis ojos enfocados en mi libreta mientras escribía lo que Lotfallah me decía cuando sonó un estruendo.
Terminé de escribir la frase y, cuando levanté la mirada, vi a Helena, Marcos, Nuhad y Lotfallah apuntando con sus teléfonos y cámaras hacia el muro fronterizo como si sostuvieran cañas de pescar a las que habían picado.
Lotfallah pescó una bomba que cayó a no más de dos kilómetros de distancia, muy cerca del muro israelí. EFE
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