Acosando a un sionista pánfilo

Todos los nombres de este relato son inventados para proteger la identidad de los pacientes que aparecen y respetar la Ley HYPAA de los Estados Unidos de América. Diré que se trata de una narración de ficción para protegerme de reclamos o demandas de las instituciones que se describen.

Por Iñaki Estívaliz

El centro de desintoxicación y rehabilitación Hillbillies de Massachusetts, en un suburbio al oeste de Boston, debió ser un hotel cuyos dueños descubrieron que es más rentable cobrar a los planes médicos por atender a alcohólicos y drogadictos que ofrecer habitaciones a turistas o ejecutivos en viajes de negocios.

Conserva el toldo convexo señorial frente a la entrada y está rodeado de cuidados setos podados con formas geométricas, rosales y amapolas. Un elegante lobby minimalista en blanco con finos detalles en negro recibe a los clientes, que llegan a menudo aturdidos por la desesperación, borrachos, drogados, o sufriendo la abstinencia.  

Como las otras dos instituciones de rehabilitación en las que me he internado por voluntad propia en el último año y medio para tratar de esconderme y que la cirrosis no me encuentre, Hillbillies de Massachusetts está perfectamente diseñado para que quieras regresar allí la próxima vez que recaigas, no para sanarte.

Las pulcras habitaciones, aunque dobles, se limpian cada día, tienen camas de matrimonio, dos televisores, moderno cuarto de baño privado y roperos de actriz de cine. Sobre la mesita de noche, te encuentras una bolsa de papel negro de bienvenida con las letras del rehab en dorado y que contiene una libreta y un bolígrafo, desodorante, bola de relajación, botella de agua recargable, tapones para los oídos, calcetines con gomitas en la planta para caminar por los pasillos y hasta unos auriculares inalámbricos de última generación.

En varias habitaciones comunes hay acesso libre las 24 horas a todo tipo de gaseosas, jugos, chocolatinas, helados y comidas de preparación instantánea. Todo como mucho azúcar, extra de sodio y sabores artificiales. Si un cliente consigue superar sus adicciones en estos centros, probablemente acabe con diabetes o la presión sanguínea por las nubes.

Si una persona quiere pagar uno de estos tratamientos por su cuenta, el día se cobra a más de cinco mil dólares. Los planes negocian por “paquetes” y les sale más barato.

Según las necesidades de cada paciente, a los que abiertamente llaman “clientes”, se debe pasar de dos a cinco veces al día por la ventanilla de los medicamentos. Por defecto, cada mañana te dan un cóctel de vitaminas y magnesio por los que deben cobrar a los seguros decenas de dólares. Yo me dejé llevar hasta que vi a uno de los pacientes negarse a recibir el magnesio y las vitaminas y no le pusieron ningún problema. Leyendo sobre incomodidades intestinales que estaba padeciendo desde que ingresé, descubrí que podrían deberse a la ingesta de magnesio. Por otro lado, pensé, aquí disfruto de tres comidas completas en las que incluyo frutas y verduras, salgo un par de veces al día cuando nos sacan a tomar el aire fresco, que es como llaman a “fumar”, y disfruto del sol de septiembre. ¿Para qué necesito vitaminas extra? 

En Hillbillies de Massachusetts están tan enfocados en atraer y mantener clientes que es de los pocos centros, si no el único, que permite que los clientes residan con sus mascotas, con sus parejas y con sus teléfonos y computadoras.

Precisamente, en esta ocasión me convencieron para ingresar aquí porque dejaban tener el celular y la computadora con acceso a internet las 24 horas. Aunque en las ocasiones anteriores fue un suplicio estar desconectado, después de dos semanas aquí atendiendo situaciones del exterior, me parece que no es una buena idea. Creo que para sanar hace falta estar desconectado.

Tan enfocados están en Hillbillies de Massachusetts en agradar al cliente, que no presionan lo más mínimo para asistir a los grupos de terapia, sobre los que ni siquiera llevan registro de asistencia. La mayoría de esos grupos carecen de estructura y no son más que una repetición tras otra de la misma reunión de alcohólicos anónimos.

A pesar de que estos negocios sean un fraude para generar beneficios a dueños que beben daikiris en las bahamas, la mayoría de las enfermeras, consejeros y empleados -casi todos alcohólicos en recuperación- trabajan de buena fe y se creen el cuento de corazón.

Uno de los pocos grupos en los que sí que aprendí algunas herramientas y estrategias para evitar una recaída fue el que ofreció la dulce María.

Estuve tomando notas mientras ella hablaba y en un momento dado me di cuenta de que llevaba una pulsera de plástico pro Palestina.

Llevaba desde que ingresé rodeado de personas totalmente despolitizadas y me conmovió ver el brazalete en su muñeca. Cuando acabó el taller me acerqué a ella para felicitarla y agradecerle por su solidaridad y valentía.

Aproveché para presumir y le enseñé el tatuaje que un par de semanas antes me había pintado un artista palestino en un campo de refugiados en Beirut. 

“El tipo no me quería cobrar. Me dijo que aunque él no podía ir a ninguna parte, viajará donde yo vaya con su tatuaje en mi brazo”, le conté.

Con una mano me agarró de la muñeca y con la otra me acarició el tatuaje. Nos miramos con los ojos aguados los dos.

Me confió que había visto a uno de los paciente con una camiseta del ejército israelí.

Primero no supe cómo reaccionar y luego me pasé dos días muerto de miedo. Entre los pacientes había cuatro o cinco musculosos clientes a los que rápidamente identifiqué como monstruos sionistas.

Nunca había visto en un centro de rehabilitación a personas tan musculosas. Se supone que todos estemos hechos una mierda cuando llegamos a estos sitios.

La paranoia se apoderó de mí. Empecé a contarlo a familiares y amigos en el exterior, preparándolos para mi salida temprana.

Me había pasado dos semanas en Beirut escribiendo crónicas denunciando el genocidio sionista y, supongo que también afectado por los medicamentos y la abstinencia, perdí la cabeza pensando que me iban a matar.

Encontré a uno de los forzudos sentado en el pasillo apoyado en la pared de mi habitación con su computadora entre las piernas. Ya esta, pensé, ya han entrado en mi computadora y en mi celular. Dejé de beber de mi botella de agua recargable. Me aseguraba de comer antes de que cualquier forzudo entrara en la cafetería. Toda situación me parecía sospechosa, amenazante. Usaba mangas largas para que no se me viera el tatuaje.

Después de día y medio de pánico irracional vi la camiseta caqui del ejército sionista. La llevaba un paciente enclenque de veinte años con la cara todavía picada por los granos de la pubertad.

En el mismo momento, pasaron dos de los tipos musculosos que yo había confundido con pacientes y que ahora me daba cuenta que de sus cinturas colgaban las acreditaciones de consejeros del centro.

Tras sentir un gran alivio, pasé de la paranoia al odio vengativo, azuzado por mi superioridad generacional y física.

Por un rato me convertí, por primera vez en mi vida, en un estúpido bully. Lo acosé sentándome frente a él en los grupos con mi computadora portátil abierta para que viera la pegatina que dice BEIRUT PRESS FREEDOM CENTER. Pasaba a su lado haciendo como el que hablaba por teléfono para que viera la misma pegatina en mi celular. Me ponía a escuchar música palestina en los audífonos y hacía como si se me hubieran desconectara para que escuchara el dabke que bailaba. En el gimnasio, trataba por todos los medios posibles, que hacía parecer accidentales, para exhibir mi tatuaje de tajada de sandía con estampado de kufiya. 

El pánfilo sionista no se daba cuenta de mis acosos y rápidamente me empecé a sentir mal. Me había rebajado al nivel de los monstruos. De una manera o de otra, estábamos en una institución hospitalaria y él era un herido. Aunque yo fuera otro herido, y al contrario de los sionistas, yo sí respeto las leyes de la guerra, el derecho internacional y la humanidad incluso con los seres más abominables de la Tierra.

Dejé de provocarlo y comencé a ignorarlo. El tipo no se entera ni dónde está parado. Escribo estas líneas todavía ingresado en Hillbillies de Massachusetts a la espera de que me den el alta en unos días. No lo voy a acosar más, pero tampoco voy a ocultar mis pegatinas ni mis tatuajes. Este domingo vienen a verme mis hijos y me traerán ropa y alguna de mis kufiyas, que solo vestiré como se le ocurra a él ponerse su camiseta del ejército sionista. ie

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