Uno de los porros que más he disfrutado en toda mi vida fue el que me regaló en el interior de un glaciar del sudeste islandés una catalana de dieciocho años, estudiante de Filosofía y Letras que trabajaba en un sex shop en Barcelona. Era el día de mi cumpleaños y aquella noche, cuando me lo fumé, las auroras boreales tiñeron de verde el cielo islandés, como un campo de marihuana entre las estrellas.
Había llegado al círculo polar ártico dos meses antes y no había fumado cannabis desde aquella primera noche de juerga fantástica en Reikiavik. Estaba allí para realizar una investigación periodística sobre cómo los islandeses habían salido de la crisis económica destituyendo al primer ministro y poniendo entre rejas a un puñado de banqueros cabrones, valga la redundancia. Para financiarme la expedición como periodista independiente me tocó trabajar de camarero durante cuatro meses en el restaurante del remoto hotel Hali, en la falda del glaciar Vatnajökull, el más grande de Europa.
Recibimiento solidario en el exilio cannábico
En la capital islandesa me recibieron Fernando, de Sevilla, y Daud, granadino, amigos de otro sevillano, el Pepe, que yo había conocido en Venezuela cuando fui a cubrir el funeral del presidente Hugo Chávez y las posteriores elecciones. La complicidad y camaradería, me atrevería a decir que la hermandad con la que me recibieron también Javier y Carlos, otros hermosos “malafollá” de Granada, me eriza la piel del sentimiento cada vez que los recuerdo.
Nevaba aquella noche mientras comíamos lentejas con chorizo en un apartamento de la capital islandesa antes de comenzar a ingerir unos hongos sicoactivos que los andaluces habían recolectado unos días antes de que las primeras nieves del invierno lo cubrieran todo. También nos fumamos unos porros de marihuana, pero como si nada: esa nefasta manía que tenemos los españoles, en España y en el resto del mundo, de ligar la yerba con tabaco, a menudo le quita toda la potencia y gran parte de su gracia al preciado oro verde. Pero cuando uno está en Islandia, he de reconocer que no hace falta estar entonado para fliparlo.
La forma más habitual de pillar en Islandia es llamando por teléfono al proveedor. No es usual comprar directamente en la calle si antes no has quedado. Pero no es demasiado difícil encontrar el número de un camello preguntando en el mercado callejero o incluso anunciado en papeles pegados en algún muro. Le compramos a un cubano, no tuve ocasión de preguntarle su historia, al precio habitual, tres mil coronas (unos veinticuatro euros) el gramo, Me cuentan que el consumo de marihuana está bastante generalizado entre la juventud y que se fuma sin mucha paranoia con la autoridad.
De marcha en Reikiavik
Aquella mi primera noche en “la isla de hielo y fuego”, como se conoce a Islandia porque el grajo vuela bajo y hay muchos volcanes, Björk celebraba su cumpleaños con una gran fiesta a la que no nos invitaron, pero casi que no nos importó. Fuimos a comprar cerveza –recomiendo la Viking– y, cuando nos bajamos del coche, Daud lo dejó abierto, encendido y con las llaves puestas. Ante mi sorpresa, me explicó que con el frío, si lo apagábamos, nos arriesgábamos a que no prendiera luego, y que de todas formas nadie lo iba a robar. No es solo que el coche estuviera hecho una porquería y que no lo iba a querer nadie, como era el caso. Es que en Islandia, y supongo que en los demás países nórdicos, no hay delincuencia como la que conocemos en las Tres Mil Viviendas y otras partes del planeta.
Luego me llevaron a una piscina pública. Para los islandeses, ir a la piscina es como ir a tomar un café en España. La piscina es su principal lugar de encuentro y socialización. En las piscinas públicas no se puede fumar, pero –repito– se flipa igual. A unos cuantos grados bajo cero tú estás en bañador. Te cae la nieve en la cabeza. Pero estás superagustico con el agua calentita acondicionada con la energía que generan los volcanes. Eso sí, antes hay que ducharse concienzudamente en los vestuarios entre un montón de impudorosos vikingos desnudos de todas las edades. Supongo que a todo se acostumbra uno.
Después de la piscina, Daud, Fernando, Javier y Carlos me llevaron de marcha a la calle Laugavegur y acabamos, no podía ser de otra manera, en el bar Lebowski. Lo que sucedió allí da para otra crónica. Solo contaré ahora que allí ganamos cuatro veces en la ruleta tantas cervezas que las acabamos regalando a los vikingos que pasaban por allí, y que, lamentablemente, terminé regando con un vómito oceánico la entrada de la casa de Javier y Carlos.
Al día siguiente tomé un autobús a Hali, en el sudeste de la isla.
Las auroras boreales, normalmente, defraudan a simple vista. Lo que se ve a ojo desnudo es un resplandor blanquecino, grisáceo. Hay que configurar la cámara fotográfica para que recoja los colores.
Un lugar remoto en la remota Islandia
Hali es el lugar habitado de todo el mundo donde mejor se ven, y más probabilidades hay de observar, las auroras boreales. Lo de habitado es un término bastante generoso para aquel lugar remoto, porque allí viven solo dos familias de antiguos granjeros, los empleados de los dos hoteles que abrieron las dos familias cuando en los setenta llegó la carretera, y, temporalmente, los turistas que llegan hasta allí para ver las auroras, las impresionantes cuevas de hielo del glaciar Vatnajökull y el sobrecogedor espectáculo de los icebergs flotando en la laguna de Jökulsárlón o varados en las playas aledañas de arena negra volcánica.
Antes de que construyeran la carretera que circunvala toda la isla hace poco más de cuarenta años, se tardaba varios meses en llegar desde Hali a la capital, trayecto que actualmente se recorre en unas horas, pues había que hacer tramos en barco, escalar montañas y lenguas de glaciares, y cruzar innumerables ríos y meandros sin puentes.
La única carretera nacional de Islandia actualmente tampoco es que sea gran cosa. Algunos tramos todavía permanecen cerrados durante el invierno. Muchos kilómetros son de gravilla y casi todo el recorrido es de un carril en cada dirección, a menudo, sin arcén. A cada poco hay puentes con un solo carril para ambos sentidos, por lo que hay que asegurarse antes de comenzar a cruzarlos que otro vehículo no los haya abordado en el otro extremo. Todos los inviernos, varios turistas caen a las aguas heladas.
En Hali me pasaba el tiempo sirviendo salmón ártico y cordero islandés, principalmente a grupos de asiáticos. Conocí mucha gente que llegaba hasta allí después de gastarse sus ahorros o darse el capricho de llegar hasta allí para ver las auroras boreales infructuosamente. Muchos regresaban a sus casas sin ver auroras porque les tocaron días nublados o sin la actividad solar necesaria para que se creen las auroras. Pero yo estuve allí cuatro meses trabajando de camarero y no fueron pocas las noches que al salir del trabajo el cielo explotaba en colores.
Las auroras boreales, normalmente, defraudan a simple vista. Lo que se ve a ojo desnudo es un resplandor blanquecino, grisáceo. Hay que configurar la cámara fotográfica para que recoja los colores. Pero cuando uno vive allí todo el invierno tiene la oportunidad, aunque en raras ocasiones, de apreciar sin tecnologías el verde, el amarillo, el violeta de las luces del norte más espectaculares.
Yo he visto bailar tres anacondas fluorescentes sobre mi cabeza que me acompañaron a casa una noche al salir del trabajo. Yo en Hali me he sentido como un replicante Nexus 6 viendo arder naves más allá de Orión.
El Comandante Chocolate en la isla que se eleva
Uno de los personajes más interesantes que conocí en Hali fue el veterano fotoperiodista de guerra estadounidense Michael Kienitz. Lo primero que le serví al gringo, sexagenario con cara de niño y un algo de Indiana Jones, fue un chocolate caliente. Su permanente sonrisa amable y sus bromas inocentes me cautivaron al instante. Conectamos y el Comandante Chocolate me contó mil batallas de sus coberturas de los conflictos bélicos que por más de dos décadas cubrió por todo el mundo. Se ganó el rango y el apodo porque mientras caían bombas a su alrededor y sus colegas periodistas se emborrachaban, él lo que bebía era chocolate.
Una de las historias más divertidas que me contó fue la de aquella vez en el Líbano que, tras una serie de circunstancias rocambolescas, perdido entre dos frentes de batalla, acabó conociendo a unos señores de la guerra que lo llevaron a fotografiar la mayor plantación de marihuana jamás concebida por el hombre hasta la fecha. Por aquellas fotos consiguió ser portada de la revista High Times, que es casi como la Cáñamo, pero gringa y aburrida. Lo más divertido vino después.
Aquella noche experimentamos en Hali la mayor actividad boreal de la temporada. Encendí aquel porro mirando las montañas y el cielo se iluminó de verde marihuana.
Un documentalista actualmente famoso como director de cine de ficción, cuyo nombre no me quiso decir porque sabía que yo lo iba a contar, lo contactó porque quería que le presentara a los señores de la guerra libaneses para entrevistarlos y filmar en la plantación. Kienitz viajó a Ámsterdam para conocer al director y al equipo, ya reunido y preparado para viajar al Líbano. Después de varios días de reuniones, Kienitz decidió desvincularse del proyecto porque le dio mala espina que el jefe del proyecto se pasara el día esnifando cocaína. El Comandante Chocolate se parte de la risa contando que al final todo el equipo fue secuestrado por los señores de la guerra. Nunca llegaron a realizar el documental de la mayor plantación de marihuana concebida por el ser humano.
Kienitz se cansó de las guerras y se dedicó a documentar proyectos de organizaciones solidarias dedicadas a la protección de la infancia en Centro y Sudamérica. Ha publicado en las más prestigiosas revistas y periódicos de todo el mundo y ha recibido premios de importantes instituciones. Ahora se dedica a dar clases de fotografía con drones en una universidad estadounidense y viaja cada año a Islandia con su dron para documentar el cambio climático en los glaciares. Uno de estos efectos más sorprendentes es que, cada año, Islandia se eleva unos centímetros por el peso liberado al derretirse los ventisqueros.
El regalo más inesperado
El día de mi cumpleaños, despechado, no invité a Björk. Estaba libre en el restaurante, pero me pidieron que fuera a ayudar a los hijos de los dueños, que tienen una empresa dedicada a llevar a los turistas a las cuevas que se forman en los glaciares que se derriten por el cambio climático. La nieve había cerrado los pasadizos de acceso a las cuevas, así que nos llevaron a palear. Me pasé el día paleando nieve para abrir un camino en el interior de una cueva del glaciar Vatnajökull. Aprendí a ignorar mi claustrofobia.
A última hora, apareció de la nada una mujer menuda como un elfo. Pensé que a un turista que estaba leyendo El Señor de los Anillos se le había caído del libro. La boca de la cueva está a tres kilómetros salvajes de hielo y nieve de distancia de la carretera. La misma de la que hablábamos antes. La única que hay. El Comandante Chocolate me había contado que esa lengua del glaciar que ahora está a tres kilómetros hacia el interior, hace veinte años se adentraba en el mar trescientos metros.
En cuanto la elfa abrió la boca hablando inglés supe que era española:
–Tía, ¿pero cómo carajo has llegado hasta aquí tú sola, loca?, le pregunté en el idioma de Cervantes.
–Joder, tío, pues preguntando, dijo la muy golfa, quiero decir, la elfa.
Los chinos pagan fortunas para llegar a esa cueva a la que Catalina, a sus dieciocho años, había llegado solita. Me contó que se pagaba sus estudios de Filosofía en Barcelona trabajando en un sex shop, creo recordar que de la calle Tallers o en las Ramblas. En Reikiavik alquiló un coche. Cuando dijo Reikiavik, yo pensé en el cubano.
–¿Pillaste?, le espeté.
–Sí, tío, pero lo dejé todo en el hotel allí, solo tengo aquí un poco, como para un porro. ¿Quieres que lo líe?
–Joder, tía, ojalá, pero aquí mejor no. Estoy trabajando. Ese es mi jefe. Pero, coño, gracias anyway. Hace dos meses que no fumo.
Ella esperaba a que acabáramos la jornada para que la acercáramos donde había dejado su coche alquilado, como a dos kilómetros de la cueva.
Nos subimos todos al mastodóntico vehículo todoterreno islandés. No habíamos fumado, pero nos reímos con cojones hasta que llegamos a donde Catalina había dejado su coche alquilado. No recuerdo qué coche era, pero era pequeño. Cada rueda del todoterreno islandés era más grande que aquel coche.
Al despedirnos, Catalina me cogió la mano y me dijo, toma, disfrútalo. Casi lloro al sentir entre mis dedos aquella moña de marihuana.
Aquella noche experimentamos en Hali la mayor actividad boreal de la temporada. Encendí aquel porro mirando las montañas de Hali, y en aquel momento el cielo se iluminó de verde marihuana. Soy andaluz, pero en este caso no exagero. Aquí está la foto. Nunca volví a saber de Catalina. Ni siquiera estoy seguro de que se llame Catalina.
Fotos: Kasars Dzenis
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