Por Iñaki Estívaliz | 16/12/2015 | Europa
Lejos del Círculo Polar Ártico, la forma en la que Islandia afrontó la devastadora crisis económica en la que cayó en 2008, encarcelando a banqueros, derrocando al gobierno y procesando al primer ministro, y al negarse supuestamente a pagar parte de su deuda o rescatar a sus bancos, se vio, sobre todo por los movimientos […]
Lejos del Círculo Polar Ártico, la forma en la que Islandia afrontó la devastadora crisis económica en la que cayó en 2008, encarcelando a banqueros, derrocando al gobierno y procesando al primer ministro, y al negarse supuestamente a pagar parte de su deuda o rescatar a sus bancos, se vio, sobre todo por los movimientos sociales europeos de izquierda, como un modelo a seguir, un ejemplo de democracia real y participativa, la manifestación de un paraíso popular.
De cerca, Islandia parece otro planeta con su geografía de paisajes volcánicos y boreales, salpicada de géiseres y glaciares, con sus piscinas públicas de aguas termales al aire libre bajo la nieve, sus parlamentarios sin vehículo oficial ni chófer viviendo en pequeños apartamentos donde ellos mismos se tienen que hacer la colada, y con su anterior primera ministra, Jóhanna Sigurðardóttir (2009-2013), abiertamente lesbiana.
Pero no es oro todo lo que reluce, la realidad es compleja y la historia no es la misma según quien la cuente.
La islandesa Selma Björt Stefánsdóttir tiene «casi 18 años», trabaja en un hotel limpiando habitaciones y cuando le planteo esta visión romántica de la «revolución de las cazuelas» se arranca de las orejas perforadas los auriculares del teléfono inteligente y me dice: «para contestarte déjame encenderme otro cigarrillo». Se lo prende y comienza a hablar con una sonrisa triste.
«Cuando sucedió aquello yo era muy joven y no entendía bien lo que estaba pasando. Veía a mi familia comprando un montón de cosas y gastando un montón de dinero, pero de repente no había dinero para nadie. Mi familia perdió su casa», recuerda Selma.
«Cuando yo tenía once años tuve que empezar a trabajar en un hotel. Ahora todo es muy caro. Casi no puedo pagar el alquiler de mi apartamento. Es muy duro. A veces una se pone furiosa de cómo lo jodieron todo, de cómo ahora siendo tan joven todo está frente de ti y no puedes comprar nada. Tienes que trabajar, trabajar, trabajar y nada más que trabajar y todo es carísimo, incluso la comida», lamenta la joven islandesa, casi independizada de sus padres a tan temprana edad como es normal en estas frías latitudes.
El gobierno de coalición entre el Partido Socialdemócrata y el Verde-Izquierda, que le dio la espalda a los ciudadanos que obligaron a dimitir al gobierno neoliberal y aceptó las draconianas condiciones impuestas por organismos extranjeros, «iba a hacer cosas buenas pero lo fue haciendo peor y cada vez peor. Nuestro sistema de salud era uno de los mejores del mundo y ahora está totalmente jodido. A principios de este año caí muy enferma, tuve que ir al médico y me costó mucho encontrar uno porque la mayoría de ellos se ha ido porque no hay dinero. El sistema está en la ruina, está muerto, y los impuestos son tan altos que casi todo lo que gano se me va en pagar al gobierno», se queja Selma.
Varios académicos de Reikiavik consultados para este reportaje aseguran que Islandia no es la panacea política y social que a su presidente, Ólafur Ragnar Grímsson, le gusta vender en el exterior presumiendo de que su país salió de la crisis sin recortes ni medidas de austeridad y desoyendo los consejos del Fondo Monetario Internacional (FMI) y la Unión Europea, mientras anima a otras naciones de Europa azotadas por la crisis económica a seguir el modelo islandés con la siguiente fórmula: hay que poner «los intereses económicos en una mano y la democracia en la otra».
La profesora de Ciencias Sociales de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad pública islandesa en Reikiavik, Alyson Bailes, académica británica que ha trabajado en Islandia los últimos nueve años, asegura que la presunción de que los islandeses manejaron la crisis mejor que otros países es lo que «a su presidente y otros políticos les gusta difundir, pero no es un hecho verdadero, como bien han demostrado investigaciones internas y análisis académicos».
«Creo que en muchos aspectos la crisis se manejó mal», sostiene Bailes, quien menciona un «riguroso» documento realizado sobre el colapso financiero islandés, el «Black Report (Informe Negro)», que señala numerosos errores cometidos tanto por el sector privado como por el gobierno y las «a menudo deshonestas» relaciones entre ambos.
En 2008, la economía islandesa colapsó debido a las malas prácticas financieras de sus bancos y las tres principales instituciones bancarias del país, con despachos en Gran Bretaña y Holanda, aunque no fueron rescatadas como en otros países, fueron nacionalizadas. Los islandeses se echaron a la calle a finales de aquel año haciendo sonar cazuelas para protestar por la decisión del gobierno liderado por el primer ministro Geir Haarde y temiendo que los desmanes de sus banqueros los acabasen pagando las familias.
Las protestas callejeras frente al Parlamento se intensificaron hasta que el 26 de enero de 2009 el Gobierno dimitió, principalmente, según informes académicos, porque no estaba preparado para lidiar con problemas serios de seguridad: la policía islandesa no contaba con una fuerza de choque contundente y experta; los agentes apenas si sabían cómo usar los dispositivos de gas pimienta que estrenaron aquellos días de cazeroladas y petardazos.
En abril de aquel año, llegó al poder una coalición de la Alianza Socialdemócrata y el Movimiento de Izquierda-Verdes, con el liderazgo de Sigurðardóttir, prometiendo profundas reformas, la redacción de una nueva Constitución participativa popular y la adopción del euro como moneda.
Pero la coalición de centro izquierda, a parte del espectáculo de enjuiciar a Haarde y de meter temporalmente en prisión a algunos banqueros, ni llegó a aprobar la Constitución que promulgaba una democracia participativa, de hecho la saboteó, ni llevó a Islandia a la zona euro, y finálmene pasó por el aro del FMI, al que aceptó, en contradicción directa al mandato de sus votantes, la creación de una tasa especial para que cada familia islandesa pagase unos 48.000 euros en quince años para sanear la deuda privada contraída en Gran Bretaña y Holanda por los bancos ya nacionalizados. Se le reconoce entre las pocas cosas que habría hecho bien el haber diferenciado la deuda privada y extranjera de la pública.
Aunque la prensa internacional celebró el carácter abierto y democrático de los islandeses al haber elegido como primera ministra a una mujer que vivía con su pareja del mismo sexo, expertos islandeses coinciden en señalar que la sociedad islandesa no es más igualitaria o sensible a los derechos de la comunidad LGBT que otras de su entorno nórdico.
Los islandeses volvieron a las calles en enero de 2010 negándose a aceptar las condiciones del FMI para afrontar la deuda. El presidente, con escasos poderes prácticos pero con la potestad para convocar elecciones, se negó a rubricar el acuerdo y convocó en marzo un primer referéndum que abortó el pacto entre el gobierno de izquierdas y los intereses extranjeros. Un segundo acuerdo con el FMI volvió a ser rechazado en otro referéndum en abril de ese mismo año.
Paradójicamente, el principal impulsor del rechazo a estos acuerdos entre los organismos económicos internacionales y la coalición de centro izquierda fue Sigmundur David Gunnlaugsson, líder del conservador y liberal Partido Progresista desde 2009.
En enero de 2013, una sentencia del tribunal internacional EFTA (Asociación Europea de Libre Comercio, en inglés) dio la razón a los islandeses que se negaron a pagar la deuda en las condiciones que se les imponía y que ese año le dieron la espalda a la izquierda, que supuestamente los iba a salvar pero que cedió a las presiones internacionales, y en abril saltaron a los brazos de la centro derecha tradicional del Partido Progresista de Gunnlaugsson y el Partido de la Independencia.
Estos dos partidos se habían turnado en el gobierno entre 1995 y 2007 y eran acusados por los movimientos sociales y por los ciudadanos en las protestas de haber sido los causantes de la crisis por no haber controlado los desmanes financieros de los bancos. Desde mayo de 2013, el neoliberal Gunnlaugson es el primer ministro de Islandia y lo primero que hizo al llegar al poder fue bajar los impuestos, pero sobre todo al sector pesquero, controlado por las familias más ricas del país.
Tras el anterior resumen concentrado de acontecimientos, que se vea a Islandia como un modelo ejemplar es, para el profesor de la Facultad de Administración de Empresas de la Universidad de Islandia, Örn D. Jónsson, un claro caso en el que los demás países «ven que las manzanas siempre parecen más maduras en el huerto del vecino».
Según Jónsson, el caso de Islandia ha tenido una gran repercusión mediática en el exterior a pesar del escaso peso de su población comparado con el de otras naciones (Islandia cuenta con poco más de 320.000 habitantes), no por lo bien que lo hizo, sino porque «fue la primera en caer».
Jónsson expone que en la década de 1980 Islandia se encontraba en una situación ventajosa habiendo creado un sistema bienestar saludable basado en el sector pesquero, pero que posteriormente el colapso financiero del país fue, ante todo, «resultado de las políticas económicas neoliberales y la inversión sin escrúpulos respaldada por los bancos y los fondos extranjeros. A los bancos islandeses se les permitía ir a la quiebra, por lo que algunas personas se hacían millonarias y otros tenían que pagar. Un universo económico simple y transparente se había transformado en uno mucho más complejo e inescrutable».
El profesor del Departamento de Economía de la Universidad de Islandia Ragnar Arnason asegura que «los islandeses hicieron algunas cosas razonablemente bien y otras cosas mal».
Arnason destaca que el gobierno islandés de entre 2009 y 2013, ese que salió de las protestas, «estuvo con frecuencia en desacuerdo con la población de Islandia como lo ejemplifican los dos plebiscitos».
«En pocas palabras, el gobierno estaba mucho más dispuesto a hacer lo que los gobiernos extranjeros querían que lo que quería la población general de Islandia y, curiosamente, que el presidente, que es ante todo una figura decorativa, pero con la capacidad de convocar elecciones», subraya el profesor Arnason, que señala que durante el gobierno de centroizquierda se «profundizó significativamente y prolongó sustancialmente» la depresión económica con el aumento de impuestos y con «el mantenimiento de unos controles financieros mucho más allá de la crisis inicial», que dieron como resultado una «falsificación del valor de la moneda islandesa».
También lamenta Arnason que «la disposición del gobierno a ceder a las demandas» de Gran Bretaña y Holanda, «aunque fue detenida por la población islandesa», tuvo un gran costo en atención que podría haber sido mejor dirigida a otros temas y causó que «divisiones políticas innecesarias».
Además, el juicio al primer ministro «estaba obviamente políticamente motivado y finalmente quedó en nada», y el peliculero encarcelamiento de los banqueros fue, más que un ejemplo de una manera modélica de afrontar la crisis económica, simplemente «consecuencia de que esos banqueros quebrantaron la ley».
La profesora Bailes reconoce que la alianza de centro izquierda que gobernó entre 2009 y 2013 realizó «un buen trabajo técnico con la ayuda del FMI en áreas como PIB, comercio y empleo, lo que es positivo», pero que, sin embargo, «esto se consiguió solo con estrictos controles de cambio de divisas contrarios a la práctica moderna internacional y están demostrando ser muy difíciles de superar».
«Nada se ha hecho sobre la intrínseca debilidad de la moneda islandesa, porque la única alternativa real es el euro, pero las voces anti Unión Europea siguen siendo mayoritarias aquí, y el actual gobierno de centro derecha electo en mayo de 2013 se ha negado a dejar que la gente vote libremente en un referéndum sobre la conveniencia de continuar las negociaciones de adhesión con la UE o no. El proceso de adhesión se ha congelado simplemente por acción ejecutiva de una forma que muchos ciudadanos consideran no democrática», insiste Bailes.
Para esta profesora británica en Reykiavik, la «dramática victoria» del Partido Social Demócrata y el Partido Izquierda-Verde en 2009 representó una oportunidad para atender las demandas del pueblo islandés, sin embargo, estos gobernantes «perdieron la ocasión y derrocharon su tiempo en medidas excesivamente provocativas y divisorias, mientras fallaban precísamente en esas cosas que la coalición de izquierdas debería haber hecho bien como aliviar el malestar social causado por la crisis».
«El gobierno de la coalición de izquierdas concluyó sin haber realizado decisivos progresos sobre la constitución y los votantes acabaron extremadamente desencantados», lamenta, que señala que esta es la explicación para que en las elecciones de 2013 ganaran «exactamente aquellos que gobernaron Islandia durante el período previo a la crisis y cuyas políticas de desregulación, amiguismo con las grandes empresas, y la falta de supervisión, llevó a la burbuja bancaria».
Actualmente, «durante este gobierno, los bancos han vuelto a empezar a hacer bastante lo que les da la gana, los grandes propietarios de la agricultura y la pesca y los grandes intereses vuelven a tener una excesiva influencia sobre la política, el gasto social ha sido recortado y se han introducido medidas fiscales regresivas».
Bailes indica que recientemente, ya en 2015, se han producido «interesantes nuevas tendencias», como el hecho de que un tercio de los islandeses, según encuestas, apoya actualmente al pequeño Partido Pirata, con tres escaños en el Parlamento y que surgió para luchar por las libertades en internet, «y libertades públicas en general», pero que han desarrollado «sobre la marcha» un programa más abarcador.
El ascenso de nuevos pequeños partidos como Los Piratas supone una potencial pérdida significativa de votantes para los tradicionales, advierte Bailes.
En definitiva, según la académica británica, «la vieja rivalidad derecha-izquierda» ha continuado en Islandia de una «forma destructiva» que impide «una imparcial asignación de culpas y castigos» a unos u otros.
Otro profesor de la Facultad de Economía de la Universidad de Islandia, Thorolfur Matthiasson, es menos crítico con el gobierno de izquierdas que lideró Sigurðardóttir, y asegura que Islandia hizo las cosas mal sobre todo antes de la crisis.
Después del colapso de la economía en 2008, «Islandia puso en marcha el programa más completo de alivio de la deuda para las familias y las empresas que en cualquier otro lugar» y emprendió «un proceso constitutivo ejemplar que el actual gobierno no está respaldando».
Matthiasson defiende que «el juicio contra el Primer Ministro y el encarcelamiento de los banqueros fue parte de un programa de reconstrucción de la confianza entre el público con respecto al sistema social y legal en el país». Sin embargo, reconoce, el juicio al primer ministro «se convirtió en un teatro político que no fue bueno para la reputación de nadie».
Pero no a todos los islandeses les fue mal durante la crisis. «A nosotros, de hecho, nos fue muy bien», dice el dueño de un humilde restaurante del sur islandés que prefiere que su nombre no aparezca en este reportaje. «Con la devaluación de la moneda, el turismo creció enormemente y comenzaron a venir cada vez más extranjeros», celebra el pequeño empresario.
La economía islandesa se basa actualmente en el turismo, la pesca y el aluminio, cuyos precios en alza a principios de la crisis ayudaron a que la situación no fuera todavía peor de lo que fue, explica Bailes.
En Islandia, lo único que parece barato es la energía, que los islandeses aprendieron a encauzar desde sus numerosos volcanes. Por ello, uno de los países donde resulta más económico procesar el aluminio es este. Hasta China procesa aluminio en Islandia. Ahora, la economía islandesa depende sobre todo del precio del aluminio. Pero «a hora, hay preocupaciones serias sobre los precios del aluminio», señala Bailes.
Selma apaga su cigarrillo y concluye orgullosa y decidida: «sé que es a mi generación a la que le corresponde cambiar todo aquello que se hizo tan mal y lo vamos a hacer».