Beirut: con el genocidio en los talones

1. La despedida

Por Iñaki Estívaliz

Fotos y vídeos: Alessia Maccioni

Especial para Claridad

Tiro/Beirut (El Líbano), 19 ago.- Miles de libaneses chiíes despidieron este domingo en el sur de Líbano al comandante Hussein Ibrahim Kassab, líder de Radwan, la fuerza de élite de la milicia de resistencia islámica contra Israel, Hezbolá.

Kassab fue asesinado el día anterior de un torpedazo de dron mientras viajaba en una motocicleta por una carretera de Tiro, al sur del país.

El ataque fue filmado y publicado por el Ejército sionista y se puede encontrar en las redes.

Los hombres, alrededor del féretro, con las manos en el pecho, cantaban consignas que parecían plegarias o rezos que parecían reclamos.

Las mujeres, de negro, lloraban viendo desde las aceras pasar el féretro, enfundado en la bandera amarilla de la milicia islámica.

Desde los tejados se lanzaban amapolas rojas sobre el ataúd, al que acudieron a rendir respeto niños, soldados y líderes militares y religiosos.

El día de la muerte del comandante Kassab coincidió con un intenso intercambio de fuego entre los sionistas y Hezbolá, que esa mañana había disparado 55 cohetes, que ninguno fue interceptado, contra el norte de Israel, donde produjeron una decena de incendios.

El ataque desde el Líbano se había llevado a cabo después de que los sionistas bombardearan un almacén de armas en el municipio de Al Kour matando a diez sirios.

Ahmed, un taxista de Beirut, a una hora y cuarto por carretera de Tiro, me asegura “que ahora de lo que Israel está más preocupado es por los túneles”.

Este viernes, Hezbolá publicó un video de su red de túneles Emad-4 en la que se pueden ver grandes camiones y lanzaderas de misiles de largo alcance circulando por pasillos de tamaños monumentales bajo tierra.

“No han podido con Hamás, que lo que tiene son ratoneras por donde solo cabe una persona a la vez, en diez meses usando todas sus fuerzas, ¿qué se creen que van a hacer con Hezbolá?”, dice muy serio el taxista en inglés.

El secretario de Estado de EEUU, Antony Blinken, llegó este domingo a Israel donde se reunirá este lunes con el primer ministro Benjamin Netanyahu y el martes viajará a El Cairo para participar en unas conversaciones de paz a las que no asistira directamente Hezbolá.

Y mientras en Gaza los soldados sionistas siguen bombardeando inmisericordes y metiéndoles palos de escoba por el culo a sus detenidos y en el sur de Líbano no se puede estar tranquilo, en Beirut se vive como en una extraña realidad de una hermosa ciudad destartalada.

Conserva, tras haber sido el centro turístico y financiero del Medio Oriente, una sorprendente cantidad de edificios altos de apartamentos de lujo, hoteles de todas las categorías y restaurantes y cafeterías chics.

Este domingo, mucho beurutíes disfrutaban de las piscinas y los balnearios como si no pasara nada.

Pero las últimas décadas de guerras y crisis han provocado que todos esos espacios de ensueño sigan funcionando a un 10 o 20 por ciento de su capacidad.

Las joyerías y tiendas de ropa cara conviven con edificios abandonados salpicados de agujeros de proyectiles, con la ausencia de iluminación urbana y el inane gobierno.

Barricadas y tanquetas salpican algunos barrios estratégicos.

El gobierno depende absolutamente de Qatar para poder ofrecer servicios mínimos como la electricidad.

Precisamente este fin de semana, se anunció que Argelia suministrará inmediatamente al Líbano combustible para operar sus centrales eléctricas.

Y a pesar de los pesares, en Beirut se pueden ver a mujeres solas bebiendo cócteles, o fumando hooka con las amigas, o mostrando sus cuerpos al sol en las piscinas privadas.

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2. Terrorismo sónico

Por Iñaki Estívaliz (enviado especial de Claridad)

Beirut, 20 ago.- Israel ha incrementado las últimas semanas los vuelos supersónicos sobre Beirut. Los cazas del Ejército sionista, violando impunemente el espacio aéreo libanés, se acercan hasta la capital, descienden hasta una altitud insánamente cercana a la tierra y, cuando llegan a la ciudad, rompen deliberadamente la barrera del sonido causando un aterrador estruendo de fin del mundo que hace vibrar cristales y puertas.

El gobierno libanés anunció este lunes que ha presentado una queja ante el Consejo de Seguridad de la ONU contra estos vuelos que «aterrorizan a todos los civiles».

«En la queja, el Líbano condena estas transgresiones que constituyen una flagrante violación de la soberanía del Líbano y de su espacio aéreo, y de la resolución 1701 del Consejo de Seguridad», que puso fin a la guerra de 2006, indicó en un comunicado el Ministerio de Exteriores libanés.

En la comunicación del Ministerio se añade que estos vuelos «también violan varias disposiciones de la ley humanitaria internacional, que prohíbe cualquier forma de castigo colectivo, y la intimidación moral que practica Israel aterrorizando a todos los civiles y desatando el pánico entre ellos», especialmente “los más vulnerables” como los niños.

Estos vuelos de guerra sicológica eran usuales en la región sur del Líbano desde que el pasado octubre Israel comenzó sus agresiones contra el grupo chií libanés Hezbolá, pero desde las últimas semanas se están produciendo también sobre Beirut y cada vez más frecuentemente.

Unos adolescentes pasando el tiempo entre risas en una de las arterias comerciales de la ciudad, la calle Hamra, aseguran que están deseando ser reclutados para luchar “sin miedo” al “invasor sionista”.

Muchos transeúntes rechazan hacer comentarios, la mayoría con una sonrisa, algunos, con enfado.

Ibrahim, tomándose un café en una terraza, desdeña la situación actual afirmando que “la guerra ahora es más mediática que real”, y que han pasado por situaciones “mucho más malas, horribles”, en los últimos años.

Tras haber sido largamente el principal centro financiero y turístico del Medio Oriente, el Líbano no ha levantado cabeza desde la guerra civil que destruyó el país entre 1975 y 1990.

Luego ha pasando por una sucesión sin descanso de crisis económicas y sociales internas y diferentes conflictos con Israel y Siria.

El pasado lejano y reciente del Líbano ha cincelado el aspecto urbano de Beirut, donde sorprende la mezcla de grandes hoteles y edificios de apartamentos de súper lujo con inmuebles abandonados, monumentos y hasta palmeras acribillados por impactos de proyectiles.

Las calles son un hervidero de gente a lo suyo, de tiendas donde trabaja una persona y sus amigos fuman hooka en la acera.

Los contrastes en Beirut no dejan de sorprender ya que, por ejemplo, siendo un país mayoritariamente musulman, se vende alcohol en licorerías, restaurantes y bares por todas partes y las mujeres conducen todo tipo de vehículos, fuman, miran a los ojos, mantienen la mirada y sonríen.

Probablemente, Beirut sea uno de los lugares donde se conduce más descontroladamente, sin embargo, los conductores no se gritan ni hacen aspavientos. Si suenan mucho las bocinas, son los taxis ilegales tratando de llamar la atención de potenciales clientes. Los motoristas piden paso guiñando un ojo.

Muy pocos semáforos funcionan y se supone que solo hay suministro eléctrico seis horas al día, pero tras 50 años de tragedias compartidas, la sociedad ha aprendido a no depender del Gobierno, descabezado desde 2022.

Por su puesto, los hoteles y negocios tienen sus propios generadores, pero también muchos edificios de apartamentos.

Paseando por la calle se ven a cada pocos metros camiones cisterna de gasoil descargando. Los camiones grandes suministran a los hoteles y edificios altos. Pero hay camiones de todos los tamaños para atender los pequeños negocios subidos a las aceras, y se ven algunos construidos a mano con chapas de metal soldadas.

Desde la última crisis energética de 2019, el país depende de préstamos de petróleo de Qatar e Irak y, desde la próxima semana, de Algeria, según se anunció el domingo.

Así que los cortes afectan más que nada a los más pobres y al Gobierno. El pasado fin de semana se quedaron sin electricidad el aeropuerto y las prisiones.

En el Ministerio de Información, donde se acredita a los periodistas, no funcionan los elevadores y se atraviesan pasillos y se suben y bajan escaleras en la oscuridad.

En Beirut no se ven policías y prácticamente no existe la delincuencia común. Sí se ven soldados apostados junto a tanquetas y barricadas urbanas en puntos estratégicos.

En el Centro de Libertad de Prensa de Beirut me han prestado un chaleco antibalas de esos que pone PRESS, por si quiero viajar al sur, donde está la frontera con Israel.

Estados Unidos y Australia han pedido a sus ciudadanos que se monten en el primer vuelo que puedan para abandonar Beirut antes de que una escalada de la violencia sionista colapse el aeropuerto, la única vía para salir del país, ya que los ferries a Chipre dejaron de funcionar hace tiempo y los países fronterizos son los prohibidos Siria e Israel.

A mí me maravillan los cedros que crecen entre los edificios por todo Beirut. Un cedro es el símbolo que aparece en la bandera del país. He visto trinitarias tan altas como cipreses adornando vestigios fenicios, griegos, romanos y otomanos.

Hay un McDonald’s y un KFC frente a la Universidad Americana.

Veo un pueblo de comerciantes milenarios acogedores, que no te engañan demasiado a pesar de la confusión con la doble moneda dólar-libra libanesa, y que si no tienen lo que estás buscando llaman por teléfono a un amigo y te lo traen.

El genocídio sionista continúa sin descanso en Palestina mientras se desarrollan supuestas conversaciones de paz en El Cairo que suenan más a tambores de guerra que a trompetas de alabanza.

En la frontera sur libanesa no hay día sin intercambio de agresiones entre Hezbolá y los sionistas y en cualquier momento la muerte puede llegar a Beirut, donde la gente vive sin miedo, disfrutando de la amistad, los cafés y la comida mediterránea callejera.

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3. Thank you

Por Iñaki Estívaliz

Fotos de Alessia Maccioni

Enviado especial de Claridad de Puerto Rico en el Medio Oriente

Beirut (Líbano), 23 ago.- El campo de refugiados de Burj El Baranjneh (la Torre de Torres), en una zona del sur de Beirut controlada en la actualidad por el movimiento chií político y militar Hezbolá, es uno de los más antiguos y poblados de la región.

Fundado en 1948 por la Cruz Roja para tratar de atender la gran catástrofe del Pueblo palestino (Nakba), actualmente acoje, hacinados en un espacio de un kilómetro cuadrado, a más de 20.000 refugiados de Palestina y otros tantos de Siria.

El estado libanés no tiene jurisdicción allí.

Antes de llegar al campamento, en los sucesivos controles atrincherados, atendidos con más o menos celo pero siempre con metralletas, hay que asegurarse de que la música del vehículo esté apagada y de detenerlo ante cualquier soldado que mire al conductor, que no debe llevar puestas gafas de sol y tiene que mirar con humildad a los ojos del militar para continuar circulando.

En la actualidad, se calcula que hay seis millones de palestinos refugiados o exiliados por el mundo que quieren regresar a su tierra.

En Burj El Baranjneh sobreviven todavía 13 ancianos que llegaron al campamento en 1948.

En el Líbano, medio millón de palestinos malviven en 12 campamentos. Eran quince, pero tres de ellos no sobrevivieron a los habituales bombardeos de Israel a los campos de refugiados libaneses entre 1971 y 1982.

Entrar al campamento es como cambiar de dimensión a un laberinto de intrincados callejones oscuros, por lo estrecho y por el toldo de cables y tuberías suspendidas en el aire que arropan todo el asentamiento.

“No hay otro lugar en el mundo como este campamento”, asegura Jamil Abosamra, jefe de partido y coordinador de uno de los sectores de Burj El Baranjneh.

Nació en Tulkarem, en Cisjordania, y tenía 6 años cuando en 1969 el ejército Israelí irrumpió por enésima vez en su pueblo. En aquella ocasión, le tocó a su familia despedirse de sus tierras ancestrales.

Explica que si bien otros campamentos de refugiados que se fueron levantando después contaban con una mínima planificación, Burj El Baranjneh era un terreno baldío donde comenzaron a llegar unas pocas familias de pequeñas poblaciones de Palestina.

Las tiendas de lona fueron cambiando a techos de zinc. Siempre con la esperanza de que sería algo temporal, las familias empezaron a construir.

“Pero estamos cercados. No podemos crecer hacia los lados. Tuvimos que crecer hacia arriba”, expone Abosamra.

Los hijos levantaron casas imprecisas sobre las de sus padres por cinco generaciones y hoy, en la Torre de Torres, hay construcciones irregulares de hasta 14 plantas.

El líder comunitario lamenta la pobre ayuda que siempre ha prestado la ONU a los refugiados palestinos en Líbano: “dice que va a hacer diez cosas y hace dos. Dice que va a ayudar a 50.000 y llega solo a 5.000”.

La situación de los refugiados en Burj El Baranjneh, después de 76 años de temporalidad, sigue siendo lamentable.

Muchas familias tienen que compartir el mismo baño y la privacidad es un bien escaso.

Los palestinos refugiados, en el caso de que tengan papeles, es la de ciudadanos de tercera clase en Líbano. No pueden comprar una casa ni acceder a estudios superiores de calidad ni trabajos profesionales por ser refugiados.

“Mi hijo, cuando se casó, compró una casa fuera del campamento, pero está a nombre de otra persona fuera del país”, confesó el líder comunal.

“El gobierno libanés no siempre se ha portado bien con los refugiados, a quienes han considerado terroristas en el pasado”, lamenta Abosamra insistiendo en el pasado para evitar problemas en el presente.

La sociedad libanesa no vinculada a movimientos como el de Hezbolá, ve a los palestinos como un problema que los perjudica más que sentir solidaridad musulmana.

El campamento fue destruido en tres ocasiones en la década de los ochenta (1982, 1985, 1988), durante una guerra civil (1975-1990) envenenada por el sionismo con saldos de miles de muertos y la mitad de la población masculina encarcelada en cada ocasión.

Las familias en el campamento sobreviven con unos ingresos medios de 200 dólares al mes y dependen, más que de las ayudas de las organizaciones internacionales, de las aportaciones de familiares en Europa y Estados Unidos, principalmente.

Abosamra tiene una espina en el alma que no se le va a curar nunca. De todas las penurias que ha pasado en su vida no hay nada que le haya hecho más daño que no haber podido volver a su pueblo para el entierro de su madre.

“Es muy duro no poder decir adiós”, dice apenado pero convencido de que volverá.

“Aunque tenga que pasar tres años de los que me quedan preso en Jordania (donde fue expulsado la primera vez), estoy convencido de que volveré. Todos los palestinos queremos volver, aunque la ONU quiera cambiar esta manera de pensar”, insiste muy serio mientras tomamos café y fumamos en una especie de Casa del Pueblo.

Nuestro guía y traductor, que quiso ser identificado como Mr Harvey para esta nota, soltó una carcajada.

“Yo no pasaría ni un día en la cárcel por volver a Palestina”, afirmó el joven de 23 años, campeón de ajedrez, cuya mayor aspiración en la vida es mudarse a Estados Unidos, tener un Porche y nunca un jefe.

El joven Mr Harvey nos llevó, entre otros sitios, a la casa donde nació. Subimos con él a la azotea, donde al ver un activo palomar pensé que estaba visitando el centro de comunicaciones revolucionarias del campamento.

En pleno agosto, hacía mucho calor. Mr. Harvey no nos quiso cobrar absolutamente nada y no permitió que pagáramos ni por las necesarias botellas de agua.

Un “fixer” como él suele cobrar unos trescientos dólares por llevar a periodistas a lugares como este.

A falta de infraestructuras, los niños se pasan el día jugando en la calle, corriendo entre los estrechos callejones y conduciendo motocicletas sin casco años antes de lo permitido en cualquier otro lugar del mundo.

Estoy hablando con la fotógrafa en una esquina esperando a Mr Harvey. Siento un tironcito en la camisa a mi espalda. Me vuelvo y tengo que bajar la mirada para encontrar a una niña de unos cuatro años con la sonrisa más hermosa del universo que me dice: “Thank You”.

Vamos caminando y niños y niñas se acercan, no para pedir dinero, como sería normal, sino para posar con sus sonrisas que salvan el mundo y decir: “Thank you”.

Mis niveles del síndrome del impostor se dispararon hasta marearme de la vergüenza.

Desde la desquiciada contestación de Israel a la incursión de Hamás en territorio ocupado el 7 de octubre, los periodistas gazatíes cubriendo el genocidio sionista se han convertido en los grandes héroes de la infancia palestina.

Más de 160 han sido asesinados, muchos de ellos con sus familias. Otros han sobrevivido pero el ejército sionista ha matado a sus hijos y parejas.

Algunos de los sobrevivientes, como Wael Al-Dafidouh o Motaz Azaida, son los Messi de los niños y niñas refugiados que los ven como la única arma efectiva que tienen contra la injusticia que sufren.

Por poco me muero de la deshidratación por el sudor, pero también por las lágrimas que a cada poco ocultaba con la excusa de secarme la frente.

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4. Karaoke

Por Iñaki Estívaliz

Enviado de Claridad de Puerto Rico

Especial gonzo para Revista Cáñamo

Beirut/Biblos (El Líbano), 25 ago 20124.- El libanés pide dinero prestado a su familia, a sus amigos y hasta al banco, si es necesario, antes de quedarse sin salir de fiesta un fin de semana.

Me lo asegura Ameed, el joven conserje de mi hotel en Beirut, al que se le iluminan los ojos cuando me ve salir del ascensor con pintas de ir de marcha.

“Por fin, señor César, va a conocer usted el verdadero Líbano, porque aquí, donde no tenemos deportistas destacados y nuestro equipo de fútbol apesta, no pasa nada (me hace un gesto con los hombros, manos y cara que quiere decir: a parte de las guerras), pero sabemos pasarlo bien”.

Aquella tarde, había visitado el campo de refugiados del Burj El Baranjneh (la Torre de Torres), en una zona del sur de Beirut controlada en la actualidad por el movimiento chií político y militar Hezbolá y que es uno de los más antiguos y poblados de la región.

Fundado en 1948 por la Cruz Roja para tratar de atender la gran catástrofe del Pueblo palestino (Nakba), actualmente acoje, hacinados en un espacio de un kilómetro cuadrado, a más de 20.000 refugiados de Palestina y otros tantos de Siria.

Quedé devastado con la reacción de los niños al vernos y que, en lugar de pedir dinero, nos daban las gracias por estar allí para escuchar sus historias y contarlas en el mundo exterior.

Llevaba un par de horas sentado en la habitación del hotel frente a la computadora conmocionado sin ser capaz de reaccionar para hacer nada hasta que me llamaron para ir a un karaoke.

Nuestro guía palestino, un joven de 23 años nacido en Burj El Baranjneh, nos llevó a unos de estos establecimientos a media hora al norte de Beirut.

Salvo un señor que cantó en inglés el “My Way” de Sinatra, los demás cantantes aficionados lo hicieron en árabe, con calidad de barítonos profesionales y emoción mediterránea.

Salí a fumarme un porro, pero en seguida vinieron a buscarme para que lo hiciera en el interior del local, donde estaba permitido y resultaba más seguro.

No pensaba fumar en este viaje, intimidado por los supuestos tres años de cárcel a lo que se arriesga uno por posesión y recordando la película sobre Turquía “Expreso de medianoche”.

El hachís me lo había regalado un par de días antes en una cena de periodistas el fotógrafo asturiano de un importante medio estadounidense.

Tatuado, con argollas en las orejas y cuerpo de gladiador, el fotógrafo había sido secuestrado por las tropas de Gadafi, en Libia, y cada vez que abría la boca contaba una anécdota sobre la que se podría filmar una película.

Tenía la manía de no perderse un partido del Sporting de Gijón y para lograrlo había llegado a atravesar fronteras de países en guerra los domingos.

Estaba ofuscado como un toro encerrado, ya que su periódico no le dejaba salir a su aire y ahora todos sus movimientos eran monitoreados desde Washington y para salir de Beirut tenía que hacerlo escoltado por un equipo de guardaespaldas militarizados.

“En este país se puede conseguir fácil cualquier droga que encuentres en cualquier otra parte del mundo y algunas que solo encuentras aquí”, aseguró el asturiano.

El novio libanés de una compañera española acabó de tranquilizarme al decirme que en Líbano es normal ver a la gente fumando cannabis en cualquier contexto y que, como mucho, te caen 15 días de calabozo ambulatorio.

Durante los setenta y ochenta, en Líbano se cultivaron las mayores plantaciones de cannabis en la historia moderna de la marihuana.

El Líbano, que no levanta cabeza desde la guerra civil espoleada por Israel (1975-1990), ha atravesado por crisis económicas, sociales y conflictos bélicos que llegan hasta este momento.

Es el único país árabe que hace vino. La milenaria tradición ha sobrevivido a invasiones y religiones.

No sabía que los karaokes podían ser tan divertidos y emocionantes. Llegamos asustados porque nos habíamos pasado de salida de la autovía y, convencidos por nuestro guía palestino, circulamos unos cincuenta metros en contra dirección.

Allí dónde fueres haz lo que vieres

Los locales, realmente dotados para la música, repasaban sus canciones favoritas, que yo no había escuchado en mi vida, haciendo coros y bailando desde perreo a la tradicional danza del vientre.

A los asistentes se les saltaban las lágrimas cada vez que alguien cantaba una rola de Umm Kulthum (1898-1975), la cantante egipcia más querida en todo el Medio Oriente, incluyendo a los sionistas de Israel. Es conocida como “la más grande”.

Kulthum alargaba sus canciones hasta media hora y más de tres millones de personas participaron en su comitiva fúnebre, nos contaba Helena, una joven periodista de un prestigioso periódico español, que había aprendido en El Cairo árabe y a bailar la ardah y el dabke.

Marcos Méndez, paracaidista para Telecinco, Cuatro y medios de su Galicia, me apoyó con vehemencia cuando yo, chipionero, le decía a Helena contrariado que la más grande sólo hay una, Rocío Jurado.

Perdimos a Helena un rato porque fue secuestrada para bailar con un grupo de mujeres locales, maravilladas de compartir sus ritmos y movimientos con una occidental.

Marcos y yo hicimos el más vergonzoso de los ridículos cantando el “Me va” de Julio Iglesias.

Eran las cuatro de la madrugada cuando salimos del karaoke. Fuera nos esperaba Manolito, el Hyundai Micra blanco alquilado por Marcos que tiene la mala costumbre de recibirnos a menudo con la marca de un nuevo golpe en la carrocería.

Manolito trae por la calle de la amargura a Marcos, que a pesar de las pérdidas, no sabe decir que no a un bombardeo, nunca mejor dicho.

Para saber los países donde ha trabajado Marcos como corresponsal de guerra se acaba antes si se le pregunta dónde no ha estado.

Al día siguiente me levanté con la aplicación Duolingo para aprender árabe instalada en mi teléfono y una necesidad como de abstinencia por escuchar música sarracena.

No sabía nada de salsa, plena y bomba cuando llegué a Puerto Rico en 2001 y me cambió la vida.

Escuchando música árabe, ya sea tradicional, electrónica o heavy metal, me voy en el viaje trascendental como cuando escuché mis primeras descargas de tambor en el Caribe.

Vamos a cenar al Mezyan, en la comercial calle Hamra, donde un DJ marida la música perfectamente con los platos que pedimos.

Según se van vaciando los platos y elevando las conversaciones, la música se va calentando. En el restaurante, tipo comedor de moderno hotel de lujo, seríamos unos cien comensales, como cuarenta de ellos, mujeres de la comunidad LGBT+ celebrando algo importante, o simplemente que era viernes.

El DJ, como flautista de Hamelin, nos llevó a otra dimensión.

Si nunca he aprendido a bailar salsa por respeto a los ojos de los que miren, el baile del palomo lo hago en cuanto escucho música libanesa y me he bebido un par de Almaza o Beirut, las cervezas locales.

Los occidentales llamamos “baile del palomo” a desplegar los brazos moviendo los dedos de las manos mientras se saca pecho, se levanta y se mueve al ritmo de la música.

Las bombas no dejan de llover sobre Gaza, pero no podemos hacer nada. La frontera, a dónde debemos desplazarnos si se calienta la situación, parece fría.

Decidimos aprovechar el sábado tranquilo para viajar a Biblos, la ciudad habitada más antigua del mundo.

Cogemos carretera hacia el norte Manolito, Marcos, nuestro millenial guía palestino, Mr Harvey, y yo, ignorante, pensando que tendríamos que atravesar el desierto. Pero Líbano no tiene desierto y toda la costa está conurbada como Marbella o Miami.

Con Mr Harvey como DJ, vamos gritando, más que cantar, versiones en árabe del Despacito, La Copa de la Vida y el Bella Ciao.

Llegamos a la playa en Biblos y aparcamos frente a una fonda que se llama Casa Pepe. Comemos en un restaurante como los antiguos chiringuitos de Chipiona que se adentran en el mar sobre las piedras ostioneras.

Tras un baño en la playa y paseo por el centro, donde si te caes te puedes romper la frente con un ladrillo fenicio, griego, romano, persa u otomano, decidimos quedarnos a pasar la noche porque la guerra está tranquila y el enclave merece mucho la pena.

Disfrutamos de la ciudad sin turistas extranjeros. Los restaurantes, las calles y los bares están a un tercio de capacidad. Solo turistas locales disfrutan de las maravillas de Biblos en tiempos de rabia genocida sionista.

Tras tomar unas Almaza en la terraza de Be La Paz, logramos desoír a nuestro joven guía, loco por seguir de marcha (“yo consigo lo que queráis”, insistía), y nos vamos al hotel antes de la medianoche con la intención de hacer al día siguiente un recorrido por las ruinas que pudiéramos vender como reportaje de viajes.

No dormí en toda la noche por culpa de Mr Harvey, con el que me tocó compartir habitación. Se pasó un par de horas comunicándose con sus amigos y novias y cuando se fue a dormir dejó la música puesta y se puso a roncar como un gigante borracho.

A las siete de la mañana me fui a dar una ducha, que fue interrumpida por unos golpes en la puerta de la habitación. Como “el niño” no se levantaba a abrir, corrí goteando y en toalla a la puerta.

Sabía quién iba a ser y para qué.

Allí estaba Marcos con cara preocupada de torero antes de la faena: nos vamos. Israel ha atacado la frontera del Líbano esta noche y Hezbolá ha lanzado 320 pepinazos. Parece que es el mayor intercambio desde 2006. EFE

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Tres presidentes: La intrahistoria de una foto histórica


Por Iñaki Estívaliz


Rozaban las tres de una clara y soleada tarde en Nueva York cuando el 6 de diciembre de 1988 el presidente de la Unión Soviética, Mijail Gorbachov, aterrizó en el aeropuerto John F. Kennedy decido a cambiar el mundo.

Al bajarse del avión, vestido con abrigo y sombrero grises, dijo a la prensa que la URSS planificaba ampliar su cooperación con todos los pueblos del mundo en esa visita en la que hablaría ante las Naciones Unidas y se reuniría con el presidente de EEUU saliente, Ronald Reagan, y el entrante, el incumbente vicepresidente George Bush, padre.

Poco menos de una año después, el 9 de noviembre de 1989, cayó el Muro de Berlín como consecuencia de las gestiones de Gorbachov con Reagan y Bush.

Con la esperada visita del dirigente de todas las Rusias a las Naciones Unidas, el día anterior había subido con fuerza la bolsa de Nueva York y las tres principales cadenas de televisión nacionales interrumpieron sus programaciones regulares para dar seguimiento especial a la visita.

Jose Antonio Rosario miraba la tele fascinado en su pequeño apartamento de proyecto entre East Tremont Avenue y White Plains Road en el Bronx.

Raisa Gorbachov, con abrigo de astracán marrón, lideraba el séquito de su marido, que incluía al ministro de Asuntos Exteriores, Edvard Shevarnadze, y al miembro del Politburó y su mano derecha, Alexander Yakovlev.

La comitiva de 45 limusinas colapsó el tráfico de la ciudad en la hora punta de la salida del trabajo mientras seis mil seiscientos policías fueron destinados a la seguridad del mandatario en la visita de tres días.

Jose Antonio era entonces un fotógrafo independiente especializado en fotografiar artistas, especialmente salseros.

También dedicaba gran parte de su tiempo en escuchar en su escáner la frecuencia de radio de la Policía para llegar el primero a lugares donde acabara de suceder un accidente, un asesinato o se estuviera produciendo algún altercado.

Pero aquel día no había ido a trabajar e hipnotizado por la visita de los rusos era incapaz de separar su mirada del televisor.

Su primo Ernesto, que había salido del trabajo en la Telefónica, llegó al apartamento de Jose Antonio con una caja de Heineken maldiciendo por el tráfico infernal causado por la comitiva rusa, que se alojó en el edificio de la misión soviética ante la ONU en la calle 67 en Manhattan.

Los dos primos pasaron la tarde bebiendo cerveza, fumando marihuana y viendo la televisión, hasta que Jose Antonio, iluminado, le dijo a Ernesto: a mí me gusta Gorbi, me gustaría tener una foto de él.

Ernesto se rio y dudó de que pudiera conseguirlo. Te apuesto otra caja de Heineken y un saquito de pasto a que mañana consigo su foto de una manera u otra, a la distancia que sea. Y entonces acordaron la apuesta.

Ernesto se fue a su casa pensando que su primo era un fanfarrón bajo los efectos del cannabis, pero al día siguiente Jose Antonio se levantó temprano, desayunó fuerte porque no tenía un centavo para gastar en la calle, se puso su chaleco de fotógrafo y una de sus muchas gorras de béisbol y agarró su cámara y su credencial de periodista.

Caminó de East Tremont a Westchester Ave hasta la estación del tren número 6 disfrutando esperanzado de una mañana apacible y despejada. Tomó el tren hacia el sur de la ciudad hasta el puente de Brooklyn y de allí cogió el número 4 hasta Bowling Green, la última parada en Manhattan antes del río. Sabía que por allí tendrían que pasar los mandatarios de camino a Governors Island, pero no pensaba que acabaría montado en un transbordador con otros periodistas para cruzar el río.



Gorbachov declaró en la ONU que las sociedades contemporáneas necesitaban «un nuevo impulso» para afrontar los problemas internacionales.

Luego, el dirigente del Kremlin se desplazaría a Governors Island para celebrar el quinto y último encuentro con Reagan como presidente en el que participaría también Bush para garantizar la continuación de las conversaciones que concluyeron con la desmembración de la Unión Soviética. La reunión almuerzo duraría dos horas.

Jose Antonio no tenía ningún plan, salvo el de estar lo más cerca posible de Gorbachov para hacerle la foto.

Gorbachov ante la ONU aquel día portando en la solapa del traje un pin soviético, todavía. Foto de archivo.


A la salida del tren en Bowling Green se encontró con un policía de la ciudad ante el que se identificó como fotoperiodista. El agente le dijo que toda la prensa debía dirigirse al embarcadero de Governors Island. En el embarcadero, un policía militar daba instrucciones a gritos para que los periodistas acreditados hicieran fila pegados a una pared.

José Antonio se mezcló entre sus compañeros de profesión y se coló en el transbordador.

Aunque el fotógrafo freelance tenía una credencial de prensa genérica para periodistas independientes, no había sido acreditado por ningún medio para el evento, por lo que atravesó el río con una mezcla de ilusa esperanza y miedo pavoroso al Servicio Secreto, encargado de la seguridad cuando hay jefes de estado de por medio.

Mientras los periodistas atravesaban Buttermilk Channel la silueta de la Estatua de la Libertad se difuminaba en la distancia por una bruma gris que comenzó a apoderarse de la Bahía de Nueva York entristeciendo el final de la mañana como preámbulo a una tarde desagradable.

La Estatua de la Libertad mirando a José Antonio Rosario. Archivo.


Temiendo acabar siendo retenido por el Servicio Secreto y que se le impidiera cumplir su objetivo de capturar con su cámara a Gorbachov, José Antonio vio pasar su vida ante sus ojos.

Una vida, que como la de tantos puertorriqueños y su diáspora, es un continuo viaje de idas y vueltas que se sabe dónde empieza pero nunca dónde acabará.

De traspiés en traspiés en Nueva York y en Ponce, consiguió graduarse de cuarto año como técnico de radio y televisión, pero comenzó a trabajar en una tienda de útiles para el hogar, luego en una factoría de cuero y después arreglando maquinillas de escribir.

Encontró su vocación al empezar a trabajar en un taller de reparación de cámaras fotográficas en Nueva York donde aprendió fotografía.

Consiguió conectarse con el ambiente musical de la ciudad, especialmente con las bandas y cantantes de salsa y se ganaba la vida fotografiando a artistas como Celia Cruz, Cheo Feliciano, Héctor Lavoe y toda la clique de la Fania All Star.

La revista Canales Magazine lo contrató como fotógrafo oficial porque hacía fotos extraordinarias pero además por sus contactos para pasearse por el Madison Square Garden como Pedro por su casa.

Un día le pusieron problemas para fotografiar a Michael Jackson y le dijeron que tenía que ir a la Policía a conseguir una acreditación de prensa específica. En la comisaría conoció al detective a cargo de dichas credenciales, que era un boricua de apellido irlandés, Fred Elwick, que se enamoró de sus fotos de Ruben Blades, Willy Colón y otros salseros.

Jose Antonio empezó a llamarlo por las mañanas para que le contara lo que había pasado durante la noche, por si quedaba algo valioso que fotografiar y a quién le podría interesar comprar la foto, ya que el oficial tenía contactos con los medios.

Luego se compró un escáner de la radio de la Policía, se aprendió los códigos policiales, del departamento de bomberos, de las ambulancias, y comenzó a relacionarse directamente con los periódicos.

En las temporadas flojas, se ayudaba guiando un taxi no oficial de esos que en Nueva York llaman gypsy cab.


Jose Antonio se espabiló con el bramido del barco llegando antes de atracar en Governors Island y el corazón le empezó a latir con fuerza. Por momentos, se arrepintió de no ser un mero fanfarrón y haber emprendido aquella aventura que en algún instante le pareció ridícula, pero que se empeñó en no abandonar habiendo llegado tan lejos.

Una vez al otro lado del río, una guagua recogió a los periodistas y los llevó a un centro de prensa donde debían recoger las acreditaciones específicas del evento.



La bonita mañana se había convertido en una desapacible tarde gris y un sudor frío le bajaba por la frente a Jose Antonio, que se sentía como gallina sin cabeza y el único de la clase que no traía la tarea hecha de casa. Algunos colegas le aconsejaron que hablara con el oficial de Prensa de la Casa Blanca, Gary Foster, y el boricua se puso a preguntar por él hasta que lo encontró y le cayó encima.

Buenos días, señor Foster, dijo disimulando el tembleque por los nervios, mi nombre es Jose Antonio Rosario y soy el fotógrafo del periódico hispano de Nueva York El Diario La Prensa, me dijeron que viniera hasta aquí y que cuando llegara preguntara por mi credencial, mintió, y aquí estoy, planteó con una tranquila seguridad que no sabe de dónde le salió.

Mr Foster, muy amablemente, le soltó el discurso sobre los procedimientos de seguridad en eventos de esta magnitud, la necesidad de pasar antes por una revisión de antecedentes, toma de huellas dactilares, carta del medio al que representas, y que como no tenía nada de eso no lo podía ayudar.

Hay tres tipos de periodistas: los que no sirven para nada, que lamentablemente abundan; los que lo hacen todo bien y por el libro, que celebramos; y los que lo hacemos todo a trancas y barrancas, por impulso, improvisando con pasión y por compasión, a menudo con coraje y de lágrima fácil, empatizando siempre más con la gente que con jefes, empresarios y autoridades.

Los que somos de esa tercera clase de periodistas sabemos lo que es sentirse un soberano gilipollas por tirarnos a coberturas sin paracaídas, y así se sentía Jose Antonio en aquel momento.

Pero esta desagradecida profesión, a poco que uno insista y confíe en sus instintos, también ofrece satisfacciones extraordinarias, y más pronto que tarde aquel histórico día de diciembre de 1988, Jose Antonio conseguiría varias recompensas magníficas por vivirla a lo loco y poseer un ingenio y una cara dura de antologías.

Le ruego por favor que no castigue a este humilde fotoperiodista por la negligencia de un compañero que debería haber hecho gestiones que no hizo. Estoy haciendo mi trabajo y si no consigo esa foto me van a echar del periódico, que es el principal medio de comunicación en español de la Costa Este y mi único sustento, inventó en un perfecto inglés.

El fotógrafo nuyorrican se atrevió a suplantar a un fotógrafo fijo de El Diario porque sabía que a esa hora no había nadie atendiendo los teléfonos de contacto del periódico y con la esperanza de que si alguien atendía en la sala de redacción fuera un colega que lo conociera como colaborador y confirmara que efectivamente Jose Antonio Rosario trabajaba para ese medio, aunque fuera ocasionalmente en aquella época.

El señor Foster, ya menos amable, expresó zanjando el asunto que un no es un no, se subió a una tarima a dar instrucciones sobre el protocolo a seguir durante las próximas horas con los presidentes e instó a los acreditados a que lo siguieran.

Varios periodistas solidarios, entre ellos un fotógrafo del New York Times y otro del Washington Post, que habían presenciado la escena anterior, hicieron gestos a Jose Antonio para que se acercara, lo rodearon, y siguieron al señor Foster ocultando con sus propios cuerpos a Jose Antonio, que volvió a dejarse llevar, tan cagado del susto, reconoció, como decidido a tomar su foto.

Llegaron a un campo de pelota donde revisaron a los periodistas con perros policías husmeando entre las piernas y detectores de metales antes de dar paso a una oportunidad para fotografiar a los tres presidentes juntos.

A Jose Antonio se le iba a salir el corazón del pecho mientras sus compañeros iban pasando uno a uno por el último control de seguridad, donde el señor Foster firmaba detenidamente cada una de las acreditaciones rodeado de los intimidantes y elegantes agentes del Servicio Secreto.

El boricua se quedó el último de la fila sudando a mares mientras se iba acortando y cuando ya solo tenía a cuatro o cinco periodistas por delante se dirigió al señor Foster, que no había levantado la vista hasta entonces concentrado en revisar y firmar las credenciales.

Cuando el oficial de prensa de la Casa Blanca oyó la voz de Jose Antonio diciendo por favor, por favor, no puedo llegar con las manos vacías, yo me levanté bien temprano para esto, se puso colorado de rabia y le empezó a temblar una vena en el cuello.

El fotoperiodista pensó que el señor Foster estaba a punto de sufrir un infarto.

«Quien te crees que eres? Estás loco. Te voy a arrestar», gritó fuera de sí el oficial de prensa.

Ahí fue que Jose Antonio se rindió. Está bien, disculpe. Solo trato de hacer mi trabajo, no lo molesto más, se despidió Rosario alejándose del lugar.

Gary Foster con Ronald Reagan. Autor desconocido.


Lo volvió a invadir la sensación de fracaso, de ser un pendejo, mientras caminaba hacia ninguna parte. Pero no había dado veinte pasos cuando escuchó la voz del señor Foster llamándolo. José Antonio desandó sus pasos y con sorpresa escuchó al señor Foster decirle que esperara un momento que iba a comprobar si podían encontrar algún lugar desde el que él pudiera tomar la foto cuando los presidentes salieran de la Casa del Almirante, donde Reagan le presentaría formalmente a Gorbachov el relevo presidencial, Bush.

Mr Foster le gruño que ésa sería la única oportunidad para él. Después de la reunión almuerzo de dos horas habría más ocasiones para los fotógrafos acreditados, pero no para Jose Antonio.

De repente, todas las adversidades se convirtieron en una fantástica oportunidad para sacar un extraordinario partido de la situación.



En aquella época todavía las cámaras eran analógicas y había que revelar las fotos y transportarlas físicamente. Todos los periodistas acreditados debían esperar hasta que concluyera el evento para llegar a sus periódicos. Si Jose Antonio conseguía su foto, y como no le iban a dar más opciones, quizás podría dejar la isla y llegar a Manhattan a tratar de venderla horas antes de que llegaran los periodistas oficiales.

Mr Foster sacó una credencial de su gabán, escribió sobre ella Jose Antonio Rosario, Diario La Prensa, y la firmó. Otro agente lo escoltó a un lugar frente a la Casa del Almirante donde podría realizar su única foto.

Es lo único que vas a hacer hoy, insistió el señor Foster.

Jose Antonio llevaba una Nikkormat con lente 50 1.8 milímetros y otro de 200 mm fijo. Y de nuevo la suerte volvió a sonreír al osado. El Servicio Secreto lo había dejado en un spot óptimo para su limitado equipo. Si lo hubieran dejado unos metros más cerca o más lejos, hubiera sido incapaz de sacar una foto decente con el equipo del que disponía.

Capturó una foto perfecta de los tres presidentes con un encuadre oportuno.

Los compañeros periodistas no podían creerse que Jose Antonio le hubiera comido los dulces al Servicio Secreto y a la Casa Blanca para finalmente conseguir la foto, y alguno gritó y otros aplaudieron para celebrarlo.


Una vez José Antonio consiguió su foto regresó de inmediato a la realidad tras el trance profesional. Un rugido en el estómago le recordó que tenía hambre y que no llevaba un centavo encima. Debía regresar cuanto antes a Manhattan para vender la foto y para comer.

El terminal de los ferrys estaba controlado por el Servicio Secreto y uno de los agentes le preguntó qué en qué podían ayudarlo. José Antonio volvió a meterse en su papel de dar pena y les contó que ya había terminado su trabajo allí, que no podía estar en el evento ni en ninguna parte y que necesita regresar a Manhattan.

Le dijeron que lo sentían mucho y le explicaron que todo el transporte estaba congelado por aire, mar y tierra por las próximas 5 horas. José Antonio reclamó alguna opción, pero le contestaron que hiciera lo que le diera la gana por allí y esperara.

El fotógrafo se puso a merodear por los alrededores del puerto y al doblar una esquina se encontró con una carpa de campaña donde unos tipos con ushankas conversaban en ruso. José Antonio se acercó, se identificó como fotoperiodista y les preguntó en inglés si eran del KGB.

Los rusos confirmaron con sonrisas abiertas y cachetes colorados que eran oficiales del Comité para la Seguridad del Estado y que formaban parte de la escolta de Gorbachov.

José Antonio se excusó un momento y regresó a la terminal de ferrys para preguntar al Servicio Secreto si él podía hablar con el KGB, no lo fueran a acusar de traición o alguna otra cosa.

Los estirados agentes del Servicio Secreto, más bien interesados que molestos con la interacción del fotógrafo boricua con sus némesis del KGB, le dijeron que claro, América es un país libre.

Volvió José Antonio a olvidarse del hambre y regresó con los agentes rusos, que se dejaron fotografiar y que le contaron que algunos de ellos ya habían estado varias veces en Nueva York, otros por primera vez, pero que a todos les gustaba mucho la ciudad.

La charla duró poco y José Antonio les agradeció la amabilidad al despedirse. De nuevo esa mañana, alguien volvía a llamarlo por la espalda y le hacía desandar sus pasos.

Uno de los rusos gritó «fotografer» y le pidió con gestos que regresara. El agente metió su mano en uno de los bolsillos de su abrigo y sacó un puñado de broches de Lenin, la hoz y el martillo, la estrella roja… que puso sobre la mano del fotógrafo con otra gran sonrisa.

José Antonio estaba pletórico de contento: había conseguido contra todo pronóstico la foto de los tres presidentes y además se llevaba los souvenirs del KGB. Contó sus pines, eran diez insignias.


Algunas las conservará toda la vida, alguna la regalará y alguna la venderá cuando adquieran más valor histórico, pensaba el fotógrafo ensimismado en su felicidad paseando por los predios del puerto de Governors Island.

Por enésima vez aquella mañana, oyó que lo llamaban a su espalda, pero como no se dirigían a él por su nombre, al principio ignoró el llamado.

No tardó en darse por aludido y cuando se dio la vuelta observó a varios agentes del Servicio Secreto haciéndole señas para que se acercara.

Le preguntaron sobre qué había hablado con los rusos y qué había pasado. A José Antonio le pareció que los agentes gringos tenían una sincera curiosidad personal más que lo estuvieran interrogando como cuestión de Estado.

No tardó en comprobar que su percepción era acertada cuando los serios agentes del Servicio Secreto le pidieron que les consiguiera más pines para ellos, como si fueran niños ávidos de cromos.

Un agente sugirió que el fotógrafo compartiera con ellos las insignias.

Estos pines son míos, se cuadró José Antonio.

Y si conseguimos que salgas de esta isla inmediatamente?, preguntó otro de los agentes.

Está bien, voy a pedirles más. Y el boricua, volviéndose a poner su traje de pena, regresó a la carpa del KGB y les pidió más pines. Le dieron otros diez que José Antonio entregó al Servicio Secreto.

Los agentes del retén se repartieron nueve pines y le dieron otro al capitán del remolcador que a los cinco minutos zarpó de Governors Island hacia Manhattan con un único y feliz pasajero: Jose Antonio Rosario.

El boricua tenía su foto en el carrete y diez broches soviéticos en el bolsillo. No se lo podía creer y le dio por mirarse las tenis, los jeans y levantando la vista se llevó una mano a la visera de su gorra de béisbol y pensó, mirando al río Hudson: este ponceño nacido en el Bronx está cabrón.

Varios periódicos y agencias de noticias, donde reveló el carrete y le hicieron impresiones, le compraron la foto solo para tenerla de recurso en el caso de que sus fotógrafos no llegaran a tiempo del cierre.

Con una impresión de ocho por diez entre las manos de los tres presidentes llamó a Carlos Morales, de El Diario La Prensa, y le espetó: te tengo la foto del día, te la voy a regalar pero me la tienes que poner en portada. El primo Ernesto pagó la caja de Heineken y el saquito de pasto, que bebieron y fumaron juntos.

A consecuencia de aquel «front page» lo acabaron haciendo fotógrafo fijo en El Diario La Prensa, donde trabajó durante 15 años publicando cientos de portadas.

La última portada de José Antonio Rosario en El Diario La Prensa se publicó el 12 de septiembre de 2001 y muestra a una de las torres gemelas explotando inmediatamente después del impacto de un avión, pero esa es otra historia. ie


La portada
José Antonio Rosario en la actualidad