Por Iñaki Estívaliz
Rozaban las tres de una clara y soleada tarde en Nueva York cuando el 6 de diciembre de 1988 el presidente de la Unión Soviética, Mijail Gorbachov, aterrizó en el aeropuerto John F. Kennedy decido a cambiar el mundo.
Al bajarse del avión, vestido con abrigo y sombrero grises, dijo a la prensa que la URSS planificaba ampliar su cooperación con todos los pueblos del mundo en esa visita en la que hablaría ante las Naciones Unidas y se reuniría con el presidente de EEUU saliente, Ronald Reagan, y el entrante, el incumbente vicepresidente George Bush, padre.
Poco menos de una año después, el 9 de noviembre de 1989, cayó el Muro de Berlín como consecuencia de las gestiones de Gorbachov con Reagan y Bush.
Con la esperada visita del dirigente de todas las Rusias a las Naciones Unidas, el día anterior había subido con fuerza la bolsa de Nueva York y las tres principales cadenas de televisión nacionales interrumpieron sus programaciones regulares para dar seguimiento especial a la visita.
Jose Antonio Rosario miraba la tele fascinado en su pequeño apartamento de proyecto entre East Tremont Avenue y White Plains Road en el Bronx.
Raisa Gorbachov, con abrigo de astracán marrón, lideraba el séquito de su marido, que incluía al ministro de Asuntos Exteriores, Edvard Shevarnadze, y al miembro del Politburó y su mano derecha, Alexander Yakovlev.
La comitiva de 45 limusinas colapsó el tráfico de la ciudad en la hora punta de la salida del trabajo mientras seis mil seiscientos policías fueron destinados a la seguridad del mandatario en la visita de tres días.
Jose Antonio era entonces un fotógrafo independiente especializado en fotografiar artistas, especialmente salseros.
También dedicaba gran parte de su tiempo en escuchar en su escáner la frecuencia de radio de la Policía para llegar el primero a lugares donde acabara de suceder un accidente, un asesinato o se estuviera produciendo algún altercado.
Pero aquel día no había ido a trabajar e hipnotizado por la visita de los rusos era incapaz de separar su mirada del televisor.
Su primo Ernesto, que había salido del trabajo en la Telefónica, llegó al apartamento de Jose Antonio con una caja de Heineken maldiciendo por el tráfico infernal causado por la comitiva rusa, que se alojó en el edificio de la misión soviética ante la ONU en la calle 67 en Manhattan.
Los dos primos pasaron la tarde bebiendo cerveza, fumando marihuana y viendo la televisión, hasta que Jose Antonio, iluminado, le dijo a Ernesto: a mí me gusta Gorbi, me gustaría tener una foto de él.
Ernesto se rio y dudó de que pudiera conseguirlo. Te apuesto otra caja de Heineken y un saquito de pasto a que mañana consigo su foto de una manera u otra, a la distancia que sea. Y entonces acordaron la apuesta.
Ernesto se fue a su casa pensando que su primo era un fanfarrón bajo los efectos del cannabis, pero al día siguiente Jose Antonio se levantó temprano, desayunó fuerte porque no tenía un centavo para gastar en la calle, se puso su chaleco de fotógrafo y una de sus muchas gorras de béisbol y agarró su cámara y su credencial de periodista.
Caminó de East Tremont a Westchester Ave hasta la estación del tren número 6 disfrutando esperanzado de una mañana apacible y despejada. Tomó el tren hacia el sur de la ciudad hasta el puente de Brooklyn y de allí cogió el número 4 hasta Bowling Green, la última parada en Manhattan antes del río. Sabía que por allí tendrían que pasar los mandatarios de camino a Governors Island, pero no pensaba que acabaría montado en un transbordador con otros periodistas para cruzar el río.
Gorbachov declaró en la ONU que las sociedades contemporáneas necesitaban «un nuevo impulso» para afrontar los problemas internacionales.
Luego, el dirigente del Kremlin se desplazaría a Governors Island para celebrar el quinto y último encuentro con Reagan como presidente en el que participaría también Bush para garantizar la continuación de las conversaciones que concluyeron con la desmembración de la Unión Soviética. La reunión almuerzo duraría dos horas.
Jose Antonio no tenía ningún plan, salvo el de estar lo más cerca posible de Gorbachov para hacerle la foto.
A la salida del tren en Bowling Green se encontró con un policía de la ciudad ante el que se identificó como fotoperiodista. El agente le dijo que toda la prensa debía dirigirse al embarcadero de Governors Island. En el embarcadero, un policía militar daba instrucciones a gritos para que los periodistas acreditados hicieran fila pegados a una pared.
José Antonio se mezcló entre sus compañeros de profesión y se coló en el transbordador.
Aunque el fotógrafo freelance tenía una credencial de prensa genérica para periodistas independientes, no había sido acreditado por ningún medio para el evento, por lo que atravesó el río con una mezcla de ilusa esperanza y miedo pavoroso al Servicio Secreto, encargado de la seguridad cuando hay jefes de estado de por medio.
Mientras los periodistas atravesaban Buttermilk Channel la silueta de la Estatua de la Libertad se difuminaba en la distancia por una bruma gris que comenzó a apoderarse de la Bahía de Nueva York entristeciendo el final de la mañana como preámbulo a una tarde desagradable.
Temiendo acabar siendo retenido por el Servicio Secreto y que se le impidiera cumplir su objetivo de capturar con su cámara a Gorbachov, José Antonio vio pasar su vida ante sus ojos.
Una vida, que como la de tantos puertorriqueños y su diáspora, es un continuo viaje de idas y vueltas que se sabe dónde empieza pero nunca dónde acabará.
De traspiés en traspiés en Nueva York y en Ponce, consiguió graduarse de cuarto año como técnico de radio y televisión, pero comenzó a trabajar en una tienda de útiles para el hogar, luego en una factoría de cuero y después arreglando maquinillas de escribir.
Encontró su vocación al empezar a trabajar en un taller de reparación de cámaras fotográficas en Nueva York donde aprendió fotografía.
Consiguió conectarse con el ambiente musical de la ciudad, especialmente con las bandas y cantantes de salsa y se ganaba la vida fotografiando a artistas como Celia Cruz, Cheo Feliciano, Héctor Lavoe y toda la clique de la Fania All Star.
La revista Canales Magazine lo contrató como fotógrafo oficial porque hacía fotos extraordinarias pero además por sus contactos para pasearse por el Madison Square Garden como Pedro por su casa.
Un día le pusieron problemas para fotografiar a Michael Jackson y le dijeron que tenía que ir a la Policía a conseguir una acreditación de prensa específica. En la comisaría conoció al detective a cargo de dichas credenciales, que era un boricua de apellido irlandés, Fred Elwick, que se enamoró de sus fotos de Ruben Blades, Willy Colón y otros salseros.
Jose Antonio empezó a llamarlo por las mañanas para que le contara lo que había pasado durante la noche, por si quedaba algo valioso que fotografiar y a quién le podría interesar comprar la foto, ya que el oficial tenía contactos con los medios.
Luego se compró un escáner de la radio de la Policía, se aprendió los códigos policiales, del departamento de bomberos, de las ambulancias, y comenzó a relacionarse directamente con los periódicos.
En las temporadas flojas, se ayudaba guiando un taxi no oficial de esos que en Nueva York llaman gypsy cab.
Jose Antonio se espabiló con el bramido del barco llegando antes de atracar en Governors Island y el corazón le empezó a latir con fuerza. Por momentos, se arrepintió de no ser un mero fanfarrón y haber emprendido aquella aventura que en algún instante le pareció ridícula, pero que se empeñó en no abandonar habiendo llegado tan lejos.
Una vez al otro lado del río, una guagua recogió a los periodistas y los llevó a un centro de prensa donde debían recoger las acreditaciones específicas del evento.
La bonita mañana se había convertido en una desapacible tarde gris y un sudor frío le bajaba por la frente a Jose Antonio, que se sentía como gallina sin cabeza y el único de la clase que no traía la tarea hecha de casa. Algunos colegas le aconsejaron que hablara con el oficial de Prensa de la Casa Blanca, Gary Foster, y el boricua se puso a preguntar por él hasta que lo encontró y le cayó encima.
Buenos días, señor Foster, dijo disimulando el tembleque por los nervios, mi nombre es Jose Antonio Rosario y soy el fotógrafo del periódico hispano de Nueva York El Diario La Prensa, me dijeron que viniera hasta aquí y que cuando llegara preguntara por mi credencial, mintió, y aquí estoy, planteó con una tranquila seguridad que no sabe de dónde le salió.
Mr Foster, muy amablemente, le soltó el discurso sobre los procedimientos de seguridad en eventos de esta magnitud, la necesidad de pasar antes por una revisión de antecedentes, toma de huellas dactilares, carta del medio al que representas, y que como no tenía nada de eso no lo podía ayudar.
Hay tres tipos de periodistas: los que no sirven para nada, que lamentablemente abundan; los que lo hacen todo bien y por el libro, que celebramos; y los que lo hacemos todo a trancas y barrancas, por impulso, improvisando con pasión y por compasión, a menudo con coraje y de lágrima fácil, empatizando siempre más con la gente que con jefes, empresarios y autoridades.
Los que somos de esa tercera clase de periodistas sabemos lo que es sentirse un soberano gilipollas por tirarnos a coberturas sin paracaídas, y así se sentía Jose Antonio en aquel momento.
Pero esta desagradecida profesión, a poco que uno insista y confíe en sus instintos, también ofrece satisfacciones extraordinarias, y más pronto que tarde aquel histórico día de diciembre de 1988, Jose Antonio conseguiría varias recompensas magníficas por vivirla a lo loco y poseer un ingenio y una cara dura de antologías.
Le ruego por favor que no castigue a este humilde fotoperiodista por la negligencia de un compañero que debería haber hecho gestiones que no hizo. Estoy haciendo mi trabajo y si no consigo esa foto me van a echar del periódico, que es el principal medio de comunicación en español de la Costa Este y mi único sustento, inventó en un perfecto inglés.
El fotógrafo nuyorrican se atrevió a suplantar a un fotógrafo fijo de El Diario porque sabía que a esa hora no había nadie atendiendo los teléfonos de contacto del periódico y con la esperanza de que si alguien atendía en la sala de redacción fuera un colega que lo conociera como colaborador y confirmara que efectivamente Jose Antonio Rosario trabajaba para ese medio, aunque fuera ocasionalmente en aquella época.
El señor Foster, ya menos amable, expresó zanjando el asunto que un no es un no, se subió a una tarima a dar instrucciones sobre el protocolo a seguir durante las próximas horas con los presidentes e instó a los acreditados a que lo siguieran.
Varios periodistas solidarios, entre ellos un fotógrafo del New York Times y otro del Washington Post, que habían presenciado la escena anterior, hicieron gestos a Jose Antonio para que se acercara, lo rodearon, y siguieron al señor Foster ocultando con sus propios cuerpos a Jose Antonio, que volvió a dejarse llevar, tan cagado del susto, reconoció, como decidido a tomar su foto.
Llegaron a un campo de pelota donde revisaron a los periodistas con perros policías husmeando entre las piernas y detectores de metales antes de dar paso a una oportunidad para fotografiar a los tres presidentes juntos.
A Jose Antonio se le iba a salir el corazón del pecho mientras sus compañeros iban pasando uno a uno por el último control de seguridad, donde el señor Foster firmaba detenidamente cada una de las acreditaciones rodeado de los intimidantes y elegantes agentes del Servicio Secreto.
El boricua se quedó el último de la fila sudando a mares mientras se iba acortando y cuando ya solo tenía a cuatro o cinco periodistas por delante se dirigió al señor Foster, que no había levantado la vista hasta entonces concentrado en revisar y firmar las credenciales.
Cuando el oficial de prensa de la Casa Blanca oyó la voz de Jose Antonio diciendo por favor, por favor, no puedo llegar con las manos vacías, yo me levanté bien temprano para esto, se puso colorado de rabia y le empezó a temblar una vena en el cuello.
El fotoperiodista pensó que el señor Foster estaba a punto de sufrir un infarto.
«Quien te crees que eres? Estás loco. Te voy a arrestar», gritó fuera de sí el oficial de prensa.
Ahí fue que Jose Antonio se rindió. Está bien, disculpe. Solo trato de hacer mi trabajo, no lo molesto más, se despidió Rosario alejándose del lugar.
Lo volvió a invadir la sensación de fracaso, de ser un pendejo, mientras caminaba hacia ninguna parte. Pero no había dado veinte pasos cuando escuchó la voz del señor Foster llamándolo. José Antonio desandó sus pasos y con sorpresa escuchó al señor Foster decirle que esperara un momento que iba a comprobar si podían encontrar algún lugar desde el que él pudiera tomar la foto cuando los presidentes salieran de la Casa del Almirante, donde Reagan le presentaría formalmente a Gorbachov el relevo presidencial, Bush.
Mr Foster le gruño que ésa sería la única oportunidad para él. Después de la reunión almuerzo de dos horas habría más ocasiones para los fotógrafos acreditados, pero no para Jose Antonio.
De repente, todas las adversidades se convirtieron en una fantástica oportunidad para sacar un extraordinario partido de la situación.
En aquella época todavía las cámaras eran analógicas y había que revelar las fotos y transportarlas físicamente. Todos los periodistas acreditados debían esperar hasta que concluyera el evento para llegar a sus periódicos. Si Jose Antonio conseguía su foto, y como no le iban a dar más opciones, quizás podría dejar la isla y llegar a Manhattan a tratar de venderla horas antes de que llegaran los periodistas oficiales.
Mr Foster sacó una credencial de su gabán, escribió sobre ella Jose Antonio Rosario, Diario La Prensa, y la firmó. Otro agente lo escoltó a un lugar frente a la Casa del Almirante donde podría realizar su única foto.
Es lo único que vas a hacer hoy, insistió el señor Foster.
Jose Antonio llevaba una Nikkormat con lente 50 1.8 milímetros y otro de 200 mm fijo. Y de nuevo la suerte volvió a sonreír al osado. El Servicio Secreto lo había dejado en un spot óptimo para su limitado equipo. Si lo hubieran dejado unos metros más cerca o más lejos, hubiera sido incapaz de sacar una foto decente con el equipo del que disponía.
Capturó una foto perfecta de los tres presidentes con un encuadre oportuno.
Los compañeros periodistas no podían creerse que Jose Antonio le hubiera comido los dulces al Servicio Secreto y a la Casa Blanca para finalmente conseguir la foto, y alguno gritó y otros aplaudieron para celebrarlo.
Una vez José Antonio consiguió su foto regresó de inmediato a la realidad tras el trance profesional. Un rugido en el estómago le recordó que tenía hambre y que no llevaba un centavo encima. Debía regresar cuanto antes a Manhattan para vender la foto y para comer.
El terminal de los ferrys estaba controlado por el Servicio Secreto y uno de los agentes le preguntó qué en qué podían ayudarlo. José Antonio volvió a meterse en su papel de dar pena y les contó que ya había terminado su trabajo allí, que no podía estar en el evento ni en ninguna parte y que necesita regresar a Manhattan.
Le dijeron que lo sentían mucho y le explicaron que todo el transporte estaba congelado por aire, mar y tierra por las próximas 5 horas. José Antonio reclamó alguna opción, pero le contestaron que hiciera lo que le diera la gana por allí y esperara.
El fotógrafo se puso a merodear por los alrededores del puerto y al doblar una esquina se encontró con una carpa de campaña donde unos tipos con ushankas conversaban en ruso. José Antonio se acercó, se identificó como fotoperiodista y les preguntó en inglés si eran del KGB.
Los rusos confirmaron con sonrisas abiertas y cachetes colorados que eran oficiales del Comité para la Seguridad del Estado y que formaban parte de la escolta de Gorbachov.
José Antonio se excusó un momento y regresó a la terminal de ferrys para preguntar al Servicio Secreto si él podía hablar con el KGB, no lo fueran a acusar de traición o alguna otra cosa.
Los estirados agentes del Servicio Secreto, más bien interesados que molestos con la interacción del fotógrafo boricua con sus némesis del KGB, le dijeron que claro, América es un país libre.
Volvió José Antonio a olvidarse del hambre y regresó con los agentes rusos, que se dejaron fotografiar y que le contaron que algunos de ellos ya habían estado varias veces en Nueva York, otros por primera vez, pero que a todos les gustaba mucho la ciudad.
La charla duró poco y José Antonio les agradeció la amabilidad al despedirse. De nuevo esa mañana, alguien volvía a llamarlo por la espalda y le hacía desandar sus pasos.
Uno de los rusos gritó «fotografer» y le pidió con gestos que regresara. El agente metió su mano en uno de los bolsillos de su abrigo y sacó un puñado de broches de Lenin, la hoz y el martillo, la estrella roja… que puso sobre la mano del fotógrafo con otra gran sonrisa.
José Antonio estaba pletórico de contento: había conseguido contra todo pronóstico la foto de los tres presidentes y además se llevaba los souvenirs del KGB. Contó sus pines, eran diez insignias.
Algunas las conservará toda la vida, alguna la regalará y alguna la venderá cuando adquieran más valor histórico, pensaba el fotógrafo ensimismado en su felicidad paseando por los predios del puerto de Governors Island.
Por enésima vez aquella mañana, oyó que lo llamaban a su espalda, pero como no se dirigían a él por su nombre, al principio ignoró el llamado.
No tardó en darse por aludido y cuando se dio la vuelta observó a varios agentes del Servicio Secreto haciéndole señas para que se acercara.
Le preguntaron sobre qué había hablado con los rusos y qué había pasado. A José Antonio le pareció que los agentes gringos tenían una sincera curiosidad personal más que lo estuvieran interrogando como cuestión de Estado.
No tardó en comprobar que su percepción era acertada cuando los serios agentes del Servicio Secreto le pidieron que les consiguiera más pines para ellos, como si fueran niños ávidos de cromos.
Un agente sugirió que el fotógrafo compartiera con ellos las insignias.
Estos pines son míos, se cuadró José Antonio.
Y si conseguimos que salgas de esta isla inmediatamente?, preguntó otro de los agentes.
Está bien, voy a pedirles más. Y el boricua, volviéndose a poner su traje de pena, regresó a la carpa del KGB y les pidió más pines. Le dieron otros diez que José Antonio entregó al Servicio Secreto.
Los agentes del retén se repartieron nueve pines y le dieron otro al capitán del remolcador que a los cinco minutos zarpó de Governors Island hacia Manhattan con un único y feliz pasajero: Jose Antonio Rosario.
El boricua tenía su foto en el carrete y diez broches soviéticos en el bolsillo. No se lo podía creer y le dio por mirarse las tenis, los jeans y levantando la vista se llevó una mano a la visera de su gorra de béisbol y pensó, mirando al río Hudson: este ponceño nacido en el Bronx está cabrón.
Varios periódicos y agencias de noticias, donde reveló el carrete y le hicieron impresiones, le compraron la foto solo para tenerla de recurso en el caso de que sus fotógrafos no llegaran a tiempo del cierre.
Con una impresión de ocho por diez entre las manos de los tres presidentes llamó a Carlos Morales, de El Diario La Prensa, y le espetó: te tengo la foto del día, te la voy a regalar pero me la tienes que poner en portada. El primo Ernesto pagó la caja de Heineken y el saquito de pasto, que bebieron y fumaron juntos.
A consecuencia de aquel «front page» lo acabaron haciendo fotógrafo fijo en El Diario La Prensa, donde trabajó durante 15 años publicando cientos de portadas.
La última portada de José Antonio Rosario en El Diario La Prensa se publicó el 12 de septiembre de 2001 y muestra a una de las torres gemelas explotando inmediatamente después del impacto de un avión, pero esa es otra historia. ie