Tres presidentes: La intrahistoria de una foto histórica


Por Iñaki Estívaliz


Rozaban las tres de una clara y soleada tarde en Nueva York cuando el 6 de diciembre de 1988 el presidente de la Unión Soviética, Mijail Gorbachov, aterrizó en el aeropuerto John F. Kennedy decido a cambiar el mundo.

Al bajarse del avión, vestido con abrigo y sombrero grises, dijo a la prensa que la URSS planificaba ampliar su cooperación con todos los pueblos del mundo en esa visita en la que hablaría ante las Naciones Unidas y se reuniría con el presidente de EEUU saliente, Ronald Reagan, y el entrante, el incumbente vicepresidente George Bush, padre.

Poco menos de una año después, el 9 de noviembre de 1989, cayó el Muro de Berlín como consecuencia de las gestiones de Gorbachov con Reagan y Bush.

Con la esperada visita del dirigente de todas las Rusias a las Naciones Unidas, el día anterior había subido con fuerza la bolsa de Nueva York y las tres principales cadenas de televisión nacionales interrumpieron sus programaciones regulares para dar seguimiento especial a la visita.

Jose Antonio Rosario miraba la tele fascinado en su pequeño apartamento de proyecto entre East Tremont Avenue y White Plains Road en el Bronx.

Raisa Gorbachov, con abrigo de astracán marrón, lideraba el séquito de su marido, que incluía al ministro de Asuntos Exteriores, Edvard Shevarnadze, y al miembro del Politburó y su mano derecha, Alexander Yakovlev.

La comitiva de 45 limusinas colapsó el tráfico de la ciudad en la hora punta de la salida del trabajo mientras seis mil seiscientos policías fueron destinados a la seguridad del mandatario en la visita de tres días.

Jose Antonio era entonces un fotógrafo independiente especializado en fotografiar artistas, especialmente salseros.

También dedicaba gran parte de su tiempo en escuchar en su escáner la frecuencia de radio de la Policía para llegar el primero a lugares donde acabara de suceder un accidente, un asesinato o se estuviera produciendo algún altercado.

Pero aquel día no había ido a trabajar e hipnotizado por la visita de los rusos era incapaz de separar su mirada del televisor.

Su primo Ernesto, que había salido del trabajo en la Telefónica, llegó al apartamento de Jose Antonio con una caja de Heineken maldiciendo por el tráfico infernal causado por la comitiva rusa, que se alojó en el edificio de la misión soviética ante la ONU en la calle 67 en Manhattan.

Los dos primos pasaron la tarde bebiendo cerveza, fumando marihuana y viendo la televisión, hasta que Jose Antonio, iluminado, le dijo a Ernesto: a mí me gusta Gorbi, me gustaría tener una foto de él.

Ernesto se rio y dudó de que pudiera conseguirlo. Te apuesto otra caja de Heineken y un saquito de pasto a que mañana consigo su foto de una manera u otra, a la distancia que sea. Y entonces acordaron la apuesta.

Ernesto se fue a su casa pensando que su primo era un fanfarrón bajo los efectos del cannabis, pero al día siguiente Jose Antonio se levantó temprano, desayunó fuerte porque no tenía un centavo para gastar en la calle, se puso su chaleco de fotógrafo y una de sus muchas gorras de béisbol y agarró su cámara y su credencial de periodista.

Caminó de East Tremont a Westchester Ave hasta la estación del tren número 6 disfrutando esperanzado de una mañana apacible y despejada. Tomó el tren hacia el sur de la ciudad hasta el puente de Brooklyn y de allí cogió el número 4 hasta Bowling Green, la última parada en Manhattan antes del río. Sabía que por allí tendrían que pasar los mandatarios de camino a Governors Island, pero no pensaba que acabaría montado en un transbordador con otros periodistas para cruzar el río.



Gorbachov declaró en la ONU que las sociedades contemporáneas necesitaban «un nuevo impulso» para afrontar los problemas internacionales.

Luego, el dirigente del Kremlin se desplazaría a Governors Island para celebrar el quinto y último encuentro con Reagan como presidente en el que participaría también Bush para garantizar la continuación de las conversaciones que concluyeron con la desmembración de la Unión Soviética. La reunión almuerzo duraría dos horas.

Jose Antonio no tenía ningún plan, salvo el de estar lo más cerca posible de Gorbachov para hacerle la foto.

Gorbachov ante la ONU aquel día portando en la solapa del traje un pin soviético, todavía. Foto de archivo.


A la salida del tren en Bowling Green se encontró con un policía de la ciudad ante el que se identificó como fotoperiodista. El agente le dijo que toda la prensa debía dirigirse al embarcadero de Governors Island. En el embarcadero, un policía militar daba instrucciones a gritos para que los periodistas acreditados hicieran fila pegados a una pared.

José Antonio se mezcló entre sus compañeros de profesión y se coló en el transbordador.

Aunque el fotógrafo freelance tenía una credencial de prensa genérica para periodistas independientes, no había sido acreditado por ningún medio para el evento, por lo que atravesó el río con una mezcla de ilusa esperanza y miedo pavoroso al Servicio Secreto, encargado de la seguridad cuando hay jefes de estado de por medio.

Mientras los periodistas atravesaban Buttermilk Channel la silueta de la Estatua de la Libertad se difuminaba en la distancia por una bruma gris que comenzó a apoderarse de la Bahía de Nueva York entristeciendo el final de la mañana como preámbulo a una tarde desagradable.

La Estatua de la Libertad mirando a José Antonio Rosario. Archivo.


Temiendo acabar siendo retenido por el Servicio Secreto y que se le impidiera cumplir su objetivo de capturar con su cámara a Gorbachov, José Antonio vio pasar su vida ante sus ojos.

Una vida, que como la de tantos puertorriqueños y su diáspora, es un continuo viaje de idas y vueltas que se sabe dónde empieza pero nunca dónde acabará.

De traspiés en traspiés en Nueva York y en Ponce, consiguió graduarse de cuarto año como técnico de radio y televisión, pero comenzó a trabajar en una tienda de útiles para el hogar, luego en una factoría de cuero y después arreglando maquinillas de escribir.

Encontró su vocación al empezar a trabajar en un taller de reparación de cámaras fotográficas en Nueva York donde aprendió fotografía.

Consiguió conectarse con el ambiente musical de la ciudad, especialmente con las bandas y cantantes de salsa y se ganaba la vida fotografiando a artistas como Celia Cruz, Cheo Feliciano, Héctor Lavoe y toda la clique de la Fania All Star.

La revista Canales Magazine lo contrató como fotógrafo oficial porque hacía fotos extraordinarias pero además por sus contactos para pasearse por el Madison Square Garden como Pedro por su casa.

Un día le pusieron problemas para fotografiar a Michael Jackson y le dijeron que tenía que ir a la Policía a conseguir una acreditación de prensa específica. En la comisaría conoció al detective a cargo de dichas credenciales, que era un boricua de apellido irlandés, Fred Elwick, que se enamoró de sus fotos de Ruben Blades, Willy Colón y otros salseros.

Jose Antonio empezó a llamarlo por las mañanas para que le contara lo que había pasado durante la noche, por si quedaba algo valioso que fotografiar y a quién le podría interesar comprar la foto, ya que el oficial tenía contactos con los medios.

Luego se compró un escáner de la radio de la Policía, se aprendió los códigos policiales, del departamento de bomberos, de las ambulancias, y comenzó a relacionarse directamente con los periódicos.

En las temporadas flojas, se ayudaba guiando un taxi no oficial de esos que en Nueva York llaman gypsy cab.


Jose Antonio se espabiló con el bramido del barco llegando antes de atracar en Governors Island y el corazón le empezó a latir con fuerza. Por momentos, se arrepintió de no ser un mero fanfarrón y haber emprendido aquella aventura que en algún instante le pareció ridícula, pero que se empeñó en no abandonar habiendo llegado tan lejos.

Una vez al otro lado del río, una guagua recogió a los periodistas y los llevó a un centro de prensa donde debían recoger las acreditaciones específicas del evento.



La bonita mañana se había convertido en una desapacible tarde gris y un sudor frío le bajaba por la frente a Jose Antonio, que se sentía como gallina sin cabeza y el único de la clase que no traía la tarea hecha de casa. Algunos colegas le aconsejaron que hablara con el oficial de Prensa de la Casa Blanca, Gary Foster, y el boricua se puso a preguntar por él hasta que lo encontró y le cayó encima.

Buenos días, señor Foster, dijo disimulando el tembleque por los nervios, mi nombre es Jose Antonio Rosario y soy el fotógrafo del periódico hispano de Nueva York El Diario La Prensa, me dijeron que viniera hasta aquí y que cuando llegara preguntara por mi credencial, mintió, y aquí estoy, planteó con una tranquila seguridad que no sabe de dónde le salió.

Mr Foster, muy amablemente, le soltó el discurso sobre los procedimientos de seguridad en eventos de esta magnitud, la necesidad de pasar antes por una revisión de antecedentes, toma de huellas dactilares, carta del medio al que representas, y que como no tenía nada de eso no lo podía ayudar.

Hay tres tipos de periodistas: los que no sirven para nada, que lamentablemente abundan; los que lo hacen todo bien y por el libro, que celebramos; y los que lo hacemos todo a trancas y barrancas, por impulso, improvisando con pasión y por compasión, a menudo con coraje y de lágrima fácil, empatizando siempre más con la gente que con jefes, empresarios y autoridades.

Los que somos de esa tercera clase de periodistas sabemos lo que es sentirse un soberano gilipollas por tirarnos a coberturas sin paracaídas, y así se sentía Jose Antonio en aquel momento.

Pero esta desagradecida profesión, a poco que uno insista y confíe en sus instintos, también ofrece satisfacciones extraordinarias, y más pronto que tarde aquel histórico día de diciembre de 1988, Jose Antonio conseguiría varias recompensas magníficas por vivirla a lo loco y poseer un ingenio y una cara dura de antologías.

Le ruego por favor que no castigue a este humilde fotoperiodista por la negligencia de un compañero que debería haber hecho gestiones que no hizo. Estoy haciendo mi trabajo y si no consigo esa foto me van a echar del periódico, que es el principal medio de comunicación en español de la Costa Este y mi único sustento, inventó en un perfecto inglés.

El fotógrafo nuyorrican se atrevió a suplantar a un fotógrafo fijo de El Diario porque sabía que a esa hora no había nadie atendiendo los teléfonos de contacto del periódico y con la esperanza de que si alguien atendía en la sala de redacción fuera un colega que lo conociera como colaborador y confirmara que efectivamente Jose Antonio Rosario trabajaba para ese medio, aunque fuera ocasionalmente en aquella época.

El señor Foster, ya menos amable, expresó zanjando el asunto que un no es un no, se subió a una tarima a dar instrucciones sobre el protocolo a seguir durante las próximas horas con los presidentes e instó a los acreditados a que lo siguieran.

Varios periodistas solidarios, entre ellos un fotógrafo del New York Times y otro del Washington Post, que habían presenciado la escena anterior, hicieron gestos a Jose Antonio para que se acercara, lo rodearon, y siguieron al señor Foster ocultando con sus propios cuerpos a Jose Antonio, que volvió a dejarse llevar, tan cagado del susto, reconoció, como decidido a tomar su foto.

Llegaron a un campo de pelota donde revisaron a los periodistas con perros policías husmeando entre las piernas y detectores de metales antes de dar paso a una oportunidad para fotografiar a los tres presidentes juntos.

A Jose Antonio se le iba a salir el corazón del pecho mientras sus compañeros iban pasando uno a uno por el último control de seguridad, donde el señor Foster firmaba detenidamente cada una de las acreditaciones rodeado de los intimidantes y elegantes agentes del Servicio Secreto.

El boricua se quedó el último de la fila sudando a mares mientras se iba acortando y cuando ya solo tenía a cuatro o cinco periodistas por delante se dirigió al señor Foster, que no había levantado la vista hasta entonces concentrado en revisar y firmar las credenciales.

Cuando el oficial de prensa de la Casa Blanca oyó la voz de Jose Antonio diciendo por favor, por favor, no puedo llegar con las manos vacías, yo me levanté bien temprano para esto, se puso colorado de rabia y le empezó a temblar una vena en el cuello.

El fotoperiodista pensó que el señor Foster estaba a punto de sufrir un infarto.

«Quien te crees que eres? Estás loco. Te voy a arrestar», gritó fuera de sí el oficial de prensa.

Ahí fue que Jose Antonio se rindió. Está bien, disculpe. Solo trato de hacer mi trabajo, no lo molesto más, se despidió Rosario alejándose del lugar.

Gary Foster con Ronald Reagan. Autor desconocido.


Lo volvió a invadir la sensación de fracaso, de ser un pendejo, mientras caminaba hacia ninguna parte. Pero no había dado veinte pasos cuando escuchó la voz del señor Foster llamándolo. José Antonio desandó sus pasos y con sorpresa escuchó al señor Foster decirle que esperara un momento que iba a comprobar si podían encontrar algún lugar desde el que él pudiera tomar la foto cuando los presidentes salieran de la Casa del Almirante, donde Reagan le presentaría formalmente a Gorbachov el relevo presidencial, Bush.

Mr Foster le gruño que ésa sería la única oportunidad para él. Después de la reunión almuerzo de dos horas habría más ocasiones para los fotógrafos acreditados, pero no para Jose Antonio.

De repente, todas las adversidades se convirtieron en una fantástica oportunidad para sacar un extraordinario partido de la situación.



En aquella época todavía las cámaras eran analógicas y había que revelar las fotos y transportarlas físicamente. Todos los periodistas acreditados debían esperar hasta que concluyera el evento para llegar a sus periódicos. Si Jose Antonio conseguía su foto, y como no le iban a dar más opciones, quizás podría dejar la isla y llegar a Manhattan a tratar de venderla horas antes de que llegaran los periodistas oficiales.

Mr Foster sacó una credencial de su gabán, escribió sobre ella Jose Antonio Rosario, Diario La Prensa, y la firmó. Otro agente lo escoltó a un lugar frente a la Casa del Almirante donde podría realizar su única foto.

Es lo único que vas a hacer hoy, insistió el señor Foster.

Jose Antonio llevaba una Nikkormat con lente 50 1.8 milímetros y otro de 200 mm fijo. Y de nuevo la suerte volvió a sonreír al osado. El Servicio Secreto lo había dejado en un spot óptimo para su limitado equipo. Si lo hubieran dejado unos metros más cerca o más lejos, hubiera sido incapaz de sacar una foto decente con el equipo del que disponía.

Capturó una foto perfecta de los tres presidentes con un encuadre oportuno.

Los compañeros periodistas no podían creerse que Jose Antonio le hubiera comido los dulces al Servicio Secreto y a la Casa Blanca para finalmente conseguir la foto, y alguno gritó y otros aplaudieron para celebrarlo.


Una vez José Antonio consiguió su foto regresó de inmediato a la realidad tras el trance profesional. Un rugido en el estómago le recordó que tenía hambre y que no llevaba un centavo encima. Debía regresar cuanto antes a Manhattan para vender la foto y para comer.

El terminal de los ferrys estaba controlado por el Servicio Secreto y uno de los agentes le preguntó qué en qué podían ayudarlo. José Antonio volvió a meterse en su papel de dar pena y les contó que ya había terminado su trabajo allí, que no podía estar en el evento ni en ninguna parte y que necesita regresar a Manhattan.

Le dijeron que lo sentían mucho y le explicaron que todo el transporte estaba congelado por aire, mar y tierra por las próximas 5 horas. José Antonio reclamó alguna opción, pero le contestaron que hiciera lo que le diera la gana por allí y esperara.

El fotógrafo se puso a merodear por los alrededores del puerto y al doblar una esquina se encontró con una carpa de campaña donde unos tipos con ushankas conversaban en ruso. José Antonio se acercó, se identificó como fotoperiodista y les preguntó en inglés si eran del KGB.

Los rusos confirmaron con sonrisas abiertas y cachetes colorados que eran oficiales del Comité para la Seguridad del Estado y que formaban parte de la escolta de Gorbachov.

José Antonio se excusó un momento y regresó a la terminal de ferrys para preguntar al Servicio Secreto si él podía hablar con el KGB, no lo fueran a acusar de traición o alguna otra cosa.

Los estirados agentes del Servicio Secreto, más bien interesados que molestos con la interacción del fotógrafo boricua con sus némesis del KGB, le dijeron que claro, América es un país libre.

Volvió José Antonio a olvidarse del hambre y regresó con los agentes rusos, que se dejaron fotografiar y que le contaron que algunos de ellos ya habían estado varias veces en Nueva York, otros por primera vez, pero que a todos les gustaba mucho la ciudad.

La charla duró poco y José Antonio les agradeció la amabilidad al despedirse. De nuevo esa mañana, alguien volvía a llamarlo por la espalda y le hacía desandar sus pasos.

Uno de los rusos gritó «fotografer» y le pidió con gestos que regresara. El agente metió su mano en uno de los bolsillos de su abrigo y sacó un puñado de broches de Lenin, la hoz y el martillo, la estrella roja… que puso sobre la mano del fotógrafo con otra gran sonrisa.

José Antonio estaba pletórico de contento: había conseguido contra todo pronóstico la foto de los tres presidentes y además se llevaba los souvenirs del KGB. Contó sus pines, eran diez insignias.


Algunas las conservará toda la vida, alguna la regalará y alguna la venderá cuando adquieran más valor histórico, pensaba el fotógrafo ensimismado en su felicidad paseando por los predios del puerto de Governors Island.

Por enésima vez aquella mañana, oyó que lo llamaban a su espalda, pero como no se dirigían a él por su nombre, al principio ignoró el llamado.

No tardó en darse por aludido y cuando se dio la vuelta observó a varios agentes del Servicio Secreto haciéndole señas para que se acercara.

Le preguntaron sobre qué había hablado con los rusos y qué había pasado. A José Antonio le pareció que los agentes gringos tenían una sincera curiosidad personal más que lo estuvieran interrogando como cuestión de Estado.

No tardó en comprobar que su percepción era acertada cuando los serios agentes del Servicio Secreto le pidieron que les consiguiera más pines para ellos, como si fueran niños ávidos de cromos.

Un agente sugirió que el fotógrafo compartiera con ellos las insignias.

Estos pines son míos, se cuadró José Antonio.

Y si conseguimos que salgas de esta isla inmediatamente?, preguntó otro de los agentes.

Está bien, voy a pedirles más. Y el boricua, volviéndose a poner su traje de pena, regresó a la carpa del KGB y les pidió más pines. Le dieron otros diez que José Antonio entregó al Servicio Secreto.

Los agentes del retén se repartieron nueve pines y le dieron otro al capitán del remolcador que a los cinco minutos zarpó de Governors Island hacia Manhattan con un único y feliz pasajero: Jose Antonio Rosario.

El boricua tenía su foto en el carrete y diez broches soviéticos en el bolsillo. No se lo podía creer y le dio por mirarse las tenis, los jeans y levantando la vista se llevó una mano a la visera de su gorra de béisbol y pensó, mirando al río Hudson: este ponceño nacido en el Bronx está cabrón.

Varios periódicos y agencias de noticias, donde reveló el carrete y le hicieron impresiones, le compraron la foto solo para tenerla de recurso en el caso de que sus fotógrafos no llegaran a tiempo del cierre.

Con una impresión de ocho por diez entre las manos de los tres presidentes llamó a Carlos Morales, de El Diario La Prensa, y le espetó: te tengo la foto del día, te la voy a regalar pero me la tienes que poner en portada. El primo Ernesto pagó la caja de Heineken y el saquito de pasto, que bebieron y fumaron juntos.

A consecuencia de aquel «front page» lo acabaron haciendo fotógrafo fijo en El Diario La Prensa, donde trabajó durante 15 años publicando cientos de portadas.

La última portada de José Antonio Rosario en El Diario La Prensa se publicó el 12 de septiembre de 2001 y muestra a una de las torres gemelas explotando inmediatamente después del impacto de un avión, pero esa es otra historia. ie


La portada
José Antonio Rosario en la actualidad

Un porro en Bolivia

Iñaki Estívaliz

El cóndor

Todos los periodistas del mundo somos buitres carroñeros, de una forma o de otra, pero cuando uno llega a Bolivia, se fuma un porro de marihuana local y se sube a un teleférico en La Paz, o en El Alto, se siente como un cóndor.

Majestuosa ave en peligro de extinción, el cóndor es símbolo nacional de Ecuador, Colombia, Bolivia y Chile, aunque los países donde quedan más ejemplares de este buitre carroñero sagrado son Perú y Argentina. Los cóndores son monógamos, se reproducen una vez cada dos años y pueden vivir hasta los 70. Cuentan con una envergadura con las alas extendidas de tres metros, lo que les permite planear durante cinco fucking horas sin batirlas. Algunas culturas andinas consideran al cóndor responsable de que salga el sol cada mañana. Si tienes más de 40 años y la suerte de ver a una de estas aves sobrevolando los Andes, en tu cabeza va a sonar “El cóndor pasa”, de Simon y Garfunkel.

Los teleféricos

La extensa red de teleféricos boliviana permite sobrevolar como cóndor “la olla” que conforman La Paz y El Alto dentro de cabinas transparentes que permiten una visión de 360 grados. Extraordinaria y justificada atracción turística para los extranjeros, los teleféricos bolivianos son un medio de transporte indispensable para los locales, que con ellos han conseguido salvar los obstáculos de una ruda geografía vertical. Bajo los efectos de un cruce de cannabis “bubble gum” con semilla nativa del Altiplano, con varios picos nevados como testigos, te sientes como un violador de intimidades con licencia para azoteas y patios interiores, plazas y mercados. Vuelas sobre un intrincado enjambre de viviendas de ladrillos huecos y rojos a la vista (así se quedan porque si acabas la construcción, tienes que pagar muchos más impuestos de propiedad que si la dejas sin terminar), la mayoría con techos de zinc: plateado brillante si es nuevo; marrón si está oxidado; rojo, verde o azul si lo han pintado. 

Subiendo en la línea morada desde Obelisco, en El Prado, hasta la 6 de Marzo en El Alto, escruto desde arriba los hervideros humanos del mercado de las brujas en la calle Linares y del mercado chino en la calle Buenos Aires. Veo cómo una cholita tiende polleras al sol en una azotea. Un mecánico repara camiones que parecen colgar de un acantilado. Un niño pequeño juega en un patio con una jauría de perros. Desde mi cabina transparente con embellecedores morados celebro el cortejo a mis pies de dos jóvenes abrazados en una plaza.

El virus

Para entrar a cualquier estación de teleférico en La Paz, antes hay que pasar por una estación de desinfección. Personas equipadas con trajes y todo tipo de protecciones de bioseguridad en plan película futurista te fumigan con alcohol mientras constatas que todas las instalaciones y cabinas están siendo desinfectadas permanentemente. 

En Bolivia, con poco más de 11 millones de habitantes, al momento de escribir este reportaje el 1 de noviembre de 2020, se habían confirmado 141.833 casos y habían muerto 8.733 personas por el Covid-19.

Habiendo llegado a Bolivia desde EEUU, ese supuesto país civilizado, impresiona ver cómo un estado del supuesto tercer mundo toma medidas para proteger a su población mucho más avanzadas, extensivas y completas que el imperio del norte. Mientras EEUU sigue por la libre algarete, en Bolivia necesitas una prueba reciente PCR negativa al virus, no rápida, para entrar al país. En La Paz se ve a mucha gente vestida de pies a cabeza con trajes de bioseguridad. Para entrar a muchos comercios e instituciones públicas debes pasar por una cámara de desinfección donde te duchan, con ropa y todo, en alcohol. En la puerta de residencias y negocios suele haber un “pediluvio”, que es una alfombrilla metida en una lata rectangular e impregnada en alcohol que se debe pisar antes de entrar.

En el Alto he quedado con Archi en el “sapo de piedra”, que para los escépticos no es más que una roca pintada de verde y que a mí me costó mucho encontrar, entre otras cosas, y me parece bien, porque cuando yo con mi cara blanca y fisionomía vasca preguntaba por su localización, los indígenas de El Alto se reían de mí. 

Archi es el líder de la organización CADI Into Watana, que trata de recuperar los conocimientos ancestrales de los pueblos indígenas de la región para el beneficio de las comunidades de El Alto. Me cuenta Archi que gracias a que en algunos barrios de El Alto han sabido combinar la medicina moderna con las plantas medicinales ancentrales se han salvado, o por lo menos aliviado, muchas vidas. La uña de gato, la valeriana, el toronjil, el ayrampo, el orégano, la menta, el orín con sal, la manzanilla, la wira wira, el ajo, la ceboña, el nabo, la muña, el jenjibre, la quina, la miel y el limón, han ayudado a aliviar los efectos de la pandemia entre los pobladores de El Alto. 

Durante lo más duro del confinamiento, cuando la economía se había paralizado en Bolivia y empezaba a escasear la comida, mucha gente pudo alimentarse gracias a los yupus o chacras urbanas (pequeños huertos trabajados siguiendo prácticas ancestrales) que Into Watana había promovido entre los vecinos de El Alto.

Las elecciones

Acaban de celebrar elecciones en Bolivia, el 18 de octubre, después de que el año pasado se anularan los comicios por acusaciones de fraude y hasta terrorismo contra el entonces presidente, el socialista e indigenista Evo Morales, que después de 14 años en el poder acabó exiliándose en México, primero, y actualmente en Argentina. Se prevé que Morales regrese este 8 de noviembre a su país para asistir a la toma de posesión del nuevo presidente, Luis Arce, su delfín y genio economista.

Ganó en primera vuelta el Movimiento Al Socialismo (MAS) de Morales, con más de un inesperado 25 por ciento de los votos por encima de su principal contrincante, la derechista Comunidad Ciudadana del historiador y periodista de la élite blanca boliviana Carlos Mesa.

Según Archi, en estas elecciones ha ganado el “estado plurinacional” frente a la “república” gracias a que Morales marcó “un hito fundamental” en el país al romper “esa idea de que los indios no podían gobernar un estado liberal o republicano o como quieras llamarlo”.

“Nosotros teníamos nuestros propios estados, pero finalmente entre mestizos, criollos, indígenas… hay un estado que se nos presenta que es Bolivia. Queramos o no, todos somos hijos de esta tierra, todos vivimos acá y había un derecho de gobernar también o administrar ese estado aunque no los sintiéramos propio. Con la llegada del presidente Evo Morales se rompió eso… y mejor aún, con la buena administración de un presidente indígena se pudo consolidar una idea de que nuestros pueblos nos podemos autogobernar”, defiende Archi.

Las elecciones se celebraron con una participación masiva y ordenada y sin mayores incidentes ni muertos, por lo que este buitre carroñero apenas ha escrito algo que alguien haya querido leer hasta ahora.

El MAS

Cuando uno es un periodista de izquierda, quiero decir, cuando uno es un periodista sensible a la justicia social y comprometido con los derechos humanos de los pueblos, llega a Bolivia fascinado con la figura de Evo Morales, ese indio cocalero que llegó al poder para reivindicar y visivilizar los derechos de los pueblos originarios y redistribuir una riqueza de la que hasta su llegada disfrutaban exclusivamente la oligarquía blanca local y los grandes capitales extranjeros.

Una vez aquí, tratando de bregar con el soroche (mal de altura), te enteras de que Morales no es tan santo, y que, de hecho, se le acusa de pedófilo incluso entre sus filas del MAS. Te dicen que no es tan indigenista como “aymaracentrista” y que ha reprimido a otros pueblos originarios (el Estado Plurinacional de Bolivia reconoce 37 idiomas oficiales: el español, el más hablado, y los de otras 36 naciones como el aymara, el quechua o el guaraní) y, con brutalidad, hasta una gran manifestación nacional de discapacitados. 

Las supuestas nacionalizaciones no han sido más que cambios contractuales que a fin de cuentas no han beneficiado demasiado a un país que no cuenta con los recursos humanos, principalmente ingenieros y técnicos cualificados, como para hacerse cargo de la explotación de los recursos directamente. Evo construyó algún hospital y alguna escuela, pero abandonó la educación superior para dedicarse al pupolismo de abrir canchitas de fútbol, su debilidad. 

Evaristo, mi politoxicómano abogado en Bolivia, es masista (del MAS), pero como muchos otros de sus correligionarios, no idealiza ni la figura de Morales ni la del partido. Empezando, como me explica mi abogado con gran lucidez mientras se da un pase de cocaína, con que el MAS no es un partido. El Movimiento Al Socialismo es un intrincado sistema de alianzas de organizaciones comunitarias y sindicales cuyas sinergias Evo supo unificar. Ahora Arce, el presidente electo por el MAS, debe satisfacer las peticiones de esas organizaciones y sindicatos, que al día siguiente de las elecciones ya le estaban reclamando, entre unas y otros, 149 ministerios.       

Evaristo, ya no esté drogado o lo esté como casi siempre, siempre me ayuda a tratar de analizar y comprender la compleja realidad boliviana. Gracias a su cultura enciclopédica universal, su diabólica preparación como abogado y su sensibilidad de blanco aymara, puedo resumir que: a pesar de los fallos y debilidades de Morales; aunque haya una clase media blanca, mestiza, criolla, resentida con el nuevo rol reivindicativo de los nativos puros que ahora están a su altura y ponen sus reglas; y que el MAS está muy lejos de ser perfecto; Bolivia es socialista y le ha cerrado la puerta, por el momento, a la derecha.

Afortunadamente, la derecha boliviana actual no es esa derechota sudamericana de los generales, entrenados en la Casa de las Américas de EEUU, que fletaban aviones para tirar disidentes al mar. La derecha de Bolivia en estos días no es más que una derechita con mucho Dios por delante en cada discurso pero que ni robar ha sabido, porque de todo lo que han robado este pasado año ya se están ocupando los tribunales. Todas sus tropelías de este año están registradas en el cuaderno de una sociedad empoderada que no les va a dejar pasar una sin castigo. Los aymara saben cómo no olvidarse de las cosas.

La Cenicienta

Me hago otro porro. Me lo fumo. No puedo dejar de pensar en que Bolivia es la Cenicienta de América. Bolivia es uno de los países de este planeta con mayor diversidad biológica, pero no tiene una buena agencia de publicidad. Podría decirse que Bolivía es el motor del mundo si no fuera porque la mayor parte del Amazonas está en Brasil. Pero Bolivia tiene Amazonas, tiene Andes… y tiene el Potosí. 

Hay quien dice por aquí que los españoles expoliamos tanta plata del Potosí que con ella se podría construir un puente hasta Madrid desde aquí. 

Miguel de Cervantes ya escribió en El Quijote aquello de que “vale más que un Potosí”. 

Bolivia tiene tanto oro hoy que todavía sus fronteras son mancilladas cada noche por indocumentados mineros ladrones de Argentina y Brasil que llegan en organizadas caravanas de autobuses y se van con kilos ilegamente expropiados del dorado elemento. 

Bolivia sobrevivió al ultraje de los españoles y le ha plantado cara al de los gringos. Evo mandó pal carajo a la DEA, con muy buen criterio según cualquier científico social independiente al que quieras consultar. Bolivia ha sido en la historia de la humanidad esa Cenicienta, la más hermosa de América, pobre según el cristal con el que se mire superficialmente, y la más rica del mundo por dentro, que ha sido maltratada por sus hermanas, más bien hermanastras: Brasil, Perú, Chile, Argentina y Paraguay, que le han desgarrado a lo largo de la historia reciente la mitad del territorio que poseía al momento de su independencia. 

Ahora la Cenicienta flirtea con un príncipe alemán. Bolivia, en el Potosí, acapara el 80 por ciento del litio del mundo. El país cedió la explotación de esa cosa rara que necesitamos para los teléfonos por 70 años, la vida de un cóndor con suerte, pero ahora esa concesión está en disputa en los tribunales.    

El CBD y la hija de mi chamán

Cae la noche y me fumo otro porro de la marihuana auctóctona que me ha regalado Lee. Ya tú sabes, todo se ve mejor así. Esta marihuana es producto del trabajo agrónomo que durante 25 años plantando yerba ha realizado amorosamente este activista procannábico, chamán y hermano. Su producto es una yerba que se adapta mejor a la altura y que, aunque no sea vea como de exposición según el actual cánon occidental (las moñas están secas y casi petrificadas), te pega una nota cabrona. No necesitas más de un par de caladas para viajar… o dormir. No es esponjosa, ni húmeda, ni tiene colores espectaculares. Tampoco es muy olorosa, lo que, por otra parte, es un plus cruzando fronteras.

El estatus legal del cannabis en Bolivia, como en muchos países, depende del abogado que tengas, el fiscal que te encuentres y el juez que te toque. Si te cojen con un porro y no tienes un buen abogado a la mano puedes pasar tres años preso en una cárcel de esas en las que además tienes que pagar si quieres una celda privada o, por ejemplo, comer sin tenérsela que comer a alguien. La posesión, aunque sea un porro, en Bolivia, si no tienes un abogado conectado, se considera “microtráfico”, por el que te pueden caer hasta ocho años preso. Pero claro, con dinero, todo se arregla. Con unos $5.000 o $10.000 puedes pagar un programa de rehabilitación con el que evitar la sentencia de ocho años de prisión. Eso sí, no puedes salir del país en un año ni con Evaristo, el mejor abogado de drogas a este lado del Ecuador.

Mi otro hermano boliviano, Lee, es este amante innato de las sustancias de poder, con algunos rasgos indígenas y dreadlocks rastafaris, que acabó en plan fénix resurgiendo de sus cenizas siendo un chamán por defecto y porque tiene todo lo que hay que tener para serlo. 

Nació su hija y dejó el abandono personal al que se había rendido los últimos años. Pero resulta que su hija padece de epilepsia. La medicina moderna controló las convulsiones y la estabilizó, pero causándole secuelas en los dientes, la piel y destrozándole el hígado.

Lee cambió la medicina tradicional por el CBD que consigue en el vecino Chile, mejorando sustancialmente la calidad de vida de su hija. El CBD ha conseguido, sin efectos secundarios, acabar con las convulsiones de su hija, que ahora tiene ocho años.

Pero cuando su hija tenga 12 o 13 años, con los cambios hormonales, la epilepsia puede resurgir. Por eso, Lee lucha para que el CBD sea legal en Bolivia. 

Lee también pretende sacar la edición boliviana de la revista Cáñamo, cuyo primer número estaba listo para salir este año, lo que ha sido evitado por problemas relacionados con la pandemia del Covid-19. Por otra parte, aunque yo sea el fan más groupie del Cáñamo Bolivia, lamentablemente va a ser un poco soso ya que solo se podrán publicar artículos estríctamente científicos sobre los beneficios del cannabis. Cualquier comentario sobre los efectos recreativos de la marihuana podrían ser considerados como “apología del consumo”, lo que puede conllevar unos jodidos ocho años de cárcel y que hacen de Lee, para mí, un puto héroe. Un héroe que a pesar de los riesgos legales ha organizado seminarios y talleres sobre el uso medicinal y cultivo del cannabis y otras sustancias en La Paz.

La DMT

Entre otras cosas interesantes, Lee sabe cómo obtener la sabiduría ancestral de las plantas de diferentes maneras. A partir de plantas autóctonas y procesos químicos que tradicionalemente requerían de meses, pero que ahora se pueden acelerar con hidróxido de sodio y bencina, por ejemplo, Lee consigue extraer la DMT, o dimetriltiptamina, la sustancia de los Dioses.

Acompañado por mi chamán, mi abogado y mi fotógrafa, llegué al Valle de las Ánimas, un sitio geológico de origen glaciar que parece un huerto de estalagmitas y que conserva edificaciones ceremoniales prehispánicas. Entre las nubes, se pueden divisar las cumbres nevadas del Illimani y el Mururata. 

Me siento en muy buena compañía. Evaristo está a mi espalda. Dijo que él no iba a darle a la changa (DMT) esta vez, pero al final, supongo que al verme disfrutar de mi viaje, se animó. Siempre se dice que para viajar con plantas es bueno hacerlo en compañía de un buen guía, de alguien en quien confiar y que te cuide si el viaje se tuerce.

Yo no me podía sentir mejor con Lee, mi hombre medicina, y Gaby, mi hermana boliviana y fotógrafa. Pero si estaba tranquilo de verdad en gran parte era porque a mi espalda estaba Evaristo. Porque vayas donde vayas, no hay mejor droga en el mundo que la que te metes con tu politoxicómano abogado local.     

Y sobre el que ha sido mi viaje más espectacular, esos más de diez minutos de iluminación trascendental con la DMT, escribiré en otro momento, porque aunque lo mejor empieza ahora, este reportaje ya es demasiado largo. ie