Por Iñaki Estívaliz para Claridad
Me despedí del chorrito de agua para sanitizarme el ano en el Aeropuerto de Estambul. Elegí descargarme en cuclillas en la incómoda taza turca horizontal, pero dotada de la manguerita-bidé, y desdeñé los inodoros occidentales con papeles raspadores-recolectores.
Estaba deseando llegar a Boston para abrazar a mis hijos y contarles estas cosas. Que en el Medio Oriente son más civilizados que en el Oeste, entre otras cosas, como en el comer saludable, en la higiene personal. Quería compartir con mis hijos la apasionante historia de la región y las cientos de fotos que tomé tratando de capturar una arquitectura y una humanidad inabarcables.
Quería contarles que por encima de la ignominia de las guerras impulsadas por el veneno de las élites de todas las religiones, de los sátrapas de todas las etnias, y los tiranos de todas las procedencias, siempre acaban venciendo la vida y la bonhomía de la gente humilde de todas partes y todas las creencias.
A mí me costó varias semanas acostumbrarme a no pensar que la manguerita la acaba de tocar alguien, mucha gente antes que yo, para limpiarse el trasero.
Tocar la manguerita me parecía una guarrada mientras que pensaba que el papel higiénico era ideal a pesar de las asperezas de algunas marcas.
Cuando me acostumbre a ver las mangueritas junto al inodoro cogí confianza y empecé a intentarlo, pero acababa empapándome y salpicando todo el cuarto de baño.
Pregunté a varios colegas españoles si usaban la manguerita. El unánime y orgulloso “claro, ¿tú no?, ¿todavía?”, me hacían sentir un poco idiota y muy intruso, como los periodistas que han trabajado décadas en la región y no saben más palabras en árabe que “salam aleikum” (el civilizado saludo árabe que significa “la paz sea contigo”) y “shukram” (gracias).
Pero yo no aprendí a usar el chorrito hasta que le pregunté al corresponsal de La Voz de Galicia, Pablo Medina, cómo se hacía. Me contestó con un serio y rotundo “apunta”.
De primeras, a mí no me pareció un consejo tan obvio como pudiera parecer. “¿Qué quieres, que apunte con el ojo del culo al ojo del culo?”.
Pero una vez aprendes a limpiarte con el chorrito, que acaba dándote gustirrinín y te hace sentir limpio y fresco como en el anuncio de televisión de un spa, el papel higiénico te parece una herramienta medieval.
A esta aparente tontería dedicaba mis neuronas cuando aterricé en el aeropuerto Logan de Boston. Como sabía que me iban a pasar a interrogatorio tan pronto vieran los sellos en mi pasaporte de Líbano y Siria, fantaseaba con decirle al agente de la Seguridad Nacional: esa gente está alante, señor, se limpian el culo con un chorrito, como los japoneses. Se alimentan con la mejor cocina mediterránea. Son una gente acogedora que ahora tiene alguna esperanza de prosperar, en Líbano con un nuevo presidente, y en Siria con un gobierno de transición que hasta ahora se está portando bien tras una dictadura familiar de medio siglo y 14 años de guerra civil. No como aquí, ignorantes, que habéis elegido a un troglodita como presidente.
Claro que no iba a contar nada de eso, pero siempre me ha gustado soñar despierto.
En agosto del año pasado, cuando llegué desde Beirut tras pasar dos semanas reportando sobre el sur de Líbano, Biblos y la capital, vino a recogerme al control de pasaportes un agente de paisano, que sabía español y árabe, pero que se comunicó conmigo en inglés. Era un experto en el Medio Oriente que me dijo con cordialidad buscando complicidad: “perdone que lo molestemos un momento después de un largo viaje, pero la Intel que puedas compartir con nosotros nos puede ser de ayuda valiosa, ustedes los periodistas pueden llegar a sitios donde nosotros no”.
En aquella ocasión, no me sentí intimidado porque yo no tenía nada que ocultar y hablando con él no iba a traicionar a nadie ni a mí mismo. Todo lo que había hecho, los sitios donde había estado y las personas con quienes había hablado lo había escrito y publicado en mis redes o en Claridad. Así que no estaba ni siquiera un poco intranquilo. De hecho, me hicieron sentir importante.
La experiencia esta vez, cuando regresé pocos días después de la toma de posesión del presidente Donald Trump, fue totalmente diferente.
La joven agente del control de pasaportes que me tocó no tenía idea de dónde estaban Líbano o Siria ni lo que estaba pasando por allí. Pero en mi pasaporte se mostraban entradas y salidas de Líbano que no tenían sellos de Siria. Le mostré el papelajo en el que estaba el sello de entrada a Siria. Por alguna razón, los sirios no estaban estampando su sello de entrada en los pasaportes, si no en un salvoconducto aparte. La agente escribió una “P” en una cartulina naranja que introdujo en mi libro de visados y me hizo esperar a su lado.
Una señora muy desagradable en uniforme de Seguridad Nacional me recogió y me guió con gestos, no recuerdo palabras, a la sala de espera común para casos sospechosos. Me ofendí como rockero al que no reconocen por la calle. Me habían desprendido de todo mi glamour de reportero internacional de conflictos.
Cuatro jóvenes agentes uniformados e inexpresivos revisaban documentos en un salón impersonal.
Una señora dominicana lloraba.
Un agente uniformado con más experiencia que el resto salió de una oficina a exigirle a la señora que le recordara qué medicinas tomaba. “Para la presión alta de la sangre”, tradujo un agente latino que hablaba un lamentable y robótico español pero al que se le veía orgulloso de sus pistolas y el innecesario chaleco antibalas de nivel 4. “¿Y cuándo se la tiene que tomar?”.
En un primer momento pensé que qué bien que se preocuparan por la salud de la señora, pero pronto me quedó claro que a los agentes les preocupaba poco la mujer, que mientras lloraba murmuraba algo inteligible. Los agentes lo que no querían es que a la señora le diera un yuyu y los acusaran a ellos por negligencia.
Una agente veinteañera con facciones del extremo Oriente revisaba mi pasaporte, mis permisos locales, mis credenciales como periodista y las cartas de Claridad.
La señora no dejaba de llorar y cada vez iba diciendo a un volumen más fuerte y articulado lo que había empezado a barruntar: yo me quiero morir, yo me quiero morir, mi madre allí, mi hija aquí fuera, me quiero morir, me quiero morir.
Quería preguntarle por qué estaba allí, por qué la habían retenido, si había viajado sin documentos, si su madre estaba en República Dominicana, si su hija era menor y estaba sola en Boston. Quería escribir su historia. Quería ayudarla como pudiera. Quería avisar a un ejército de abogados amigos.
Me quiero morir, me quiero morir, me quiero morir…
Y yo solo había alcanzado a decirle “no diga eso, señora, no diga eso, por favor”, cuando me puse en pie con la intención de sentarme a su lado y consolarla de algún modo.
Pero entonces escuché “¿sisar?”, que es como pronuncian mi nombre formal, César. Agarré mi mochila y me dirigí al mostrador acristalado de la oficial del Homeland Segurity.
La joven de ascendencia china o coreana me hizo las preguntas más extrañas.
¿Qué es Claridad?
Un periódico de Puerto Rico.
¿Usted vive en Puerto Rico?
No, vivo aquí, en Cambridge.
¿Pero cómo es eso? ¿Vive aquí pero trabaja para un periódico en Puerto Rico?
Ajá (me ahorré explicaciones que la habrían hecho sentir más tonta).
¿Cuánto tiempo ha trabajado para Claridad?
Yo no trabajo como empleado a tiempo completo para Claridad, pero he colaborado con Claridad por casi 25 años. Soy su principal colaborador internacional en zonas de conflicto, presumí.
Ah, exclamó como si entendiera algo de la vida.
La amable joven, oriental de ascendencia, me extendió mis documentos con humildad étnica, casi abochornada por estar haciendo un trabajo para el que no ha sido preparada, y me dijo que podía irme bajando los ojos.
Por la costumbre reciente, mis labios pronunciaron “shukram”, palabra árabe que no entendió y que por ello no activó ninguna luz roja en su sistema de seguridad.
“Thank you”, le dije, ahora en inglés, mientras salía de aquel espantoso lugar en el que una mujer dominicana lloraba y decía que se quería morir. ie
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